Todo mentira
Enrique Vila-Matas se ha hecho pasar por un hombre de letras ensimismado cuando en realidad es un escritor comprometido. El autor ha sido galardonado con el Premio FIL
A Enrique Vila-Matas le está cayendo desde hace una década larga el planchado al vapor y la mano de almidón más inquietante que un escritor genuino puede temer. No son los premios y los dineros ni los diplomas y las medallas; son las tentaciones que vienen detrás de los dineros y los premios de parar por fin y dejar de fingir, dejar de hacer teatro y conformarse apaciblemente. Pero la secuela peor es otra: amansar y domesticar al escritor no de hoy, que se salva solo, sino al que fue; enmascarar a la bestia silvestre que empezó a escribir hace cincuenta años como si no viviese en España y como si el país no fuese el que era sino otro, agujereado de túneles y minas subterráneas hacia las literaturas de un escritor autista y excéntrico, casi extemporáneo. Es donde me siento más cerca de Vila-Matas y su sorpresa; era incómodo porque era raro, porque no cuadraba, porque no hacía lo que hacían los demás y porque además le daba igual. Fue una carcoma entonces contra la estulticia (incluida posiblemente la mía) y contra la rutina de la actualidad, contra la previsibilidad de la literatura narrativa y en favor de una originalidad discursiva y narrativa que no era como las de los otros. Existía ya Vila-Matas por entonces, pero existía sobre todo para la madeja menuda de lectores frikis de un escritor majara, o el escritor más majara de las letras españolas, como escribió Javier Cercas.
Imagino al escritor como un hombre secretamente airado, crispado y asaltado por la aspereza política y ética de la realidad
Yo no era uno de ellos, pero aprendí a serlo por fascinación ante el autista extraterritorial y un punto impasible, como Bartleby, el escribiente. O, mejor aún, como quienes empiezan a escribir y abandonan la escritura sin rencor ni inapetencia, sino por lucidez irónica, que es lo que había en un cuadernito de Anagrama —su casa—, tan tontamente titulado como Historia abreviada de la literatura portátil. Era tan tonto el título que puso a muchos a cien por su levedad, su inconsistencia y su inocuidad. No supieron leer debajo de la inorganicidad la madeja preciosa de una imaginación sin envaramiento, con el don de experimentar sin plomo y sin vísceras, sin sermones ni emociones narrativas amasadas a fuerza de sentimientos contrariados. Ese librito de 1985 retrataba en la solapa a un dandi seductor y exclusivo que fumaba en blanco y negro, pero flotaba en un mar de novelas que fabulaban sentimientos mientras él inspeccionaba talentos ariscos como el suyo, en una sucesión de autorretratos que ha engendrado parte de su mejor literatura de autorretratista enmascarado, como en Bartleby, como en Extraña forma de vida, como en El viaje vertical o como en la descarada humedad melancólica de París no se acaba nunca.
Ese majara de ayer es el mismo de hoy, con una docena de libros nuevos que hace treinta años nadie imaginaba (ni él). Pero existía el latido de una insubordinación vegetativa contra las costumbres de la novela que cuenta cosas causalmente encadenadas y con pretensión de credibilidad conmovedora. Sus libros eran novelas con textura de ensayo sin ficción y con ficción, digresivas, narrativas y caprichosas, novelas sin novela donde manda la voz de un lector que finge huir de la realidad protegiéndose en la vida de escritores a quienes vampiriza enfermizamente, como si fuesen portadores de la sangre india que falta al rostro pálido de Vila-Matas: Kafka o Borges, Joyce o Gombrowicz, Beckett, Calvino o Monterroso.
Ironía y distancia, humor y cabriola imaginativa han sido sus herramientas para despistar y hacerse el posmoderno y el majara
Y entre los locales, a lo sumo, Gómez de la Serna como avatar retroactivo de Vila-Matas en la primera mitad del siglo. Tantos textos podían intercambiarse entre sus novelas y sus artículos que la mezcla salió de forma natural en un Dietario voluble, publicado en el periódico como articulismo seriado y que, en cambio, pide leerse no como el registro de una vida, sino como la ficción de una vida. Esa es la gasa que suele envolver los mejores de sus artículos y ensayos, como si tuviera tan adiestrado el mecanismo que solo el lector decide qué cosa lee y cómo lo lee porque Vila-Matas solo escribe tranquilo y nervioso (como Desde la ciudad nerviosa) una recreación fantaseada e inagotable de un sí mismo sin yo fijo ni líquido ni gaseoso: imaginado. Y a menudo sometido a la única disciplina real que conocen los libros largos de Vila-Matas, los hechos a pedazos y los concebidos orgánicamente, que es el viaje, real e ilusorio a la vez, como todos los viajes, incluidos los que fingen viajar al centro del pudridero y deplorar la presunta invasión galáctica de la banalidad cultural. Puro teatro (y culpa de su amigo Jordi Llovet).
Para quitarle el celofán, le imagino casi siempre como hombre secretamente airado, sin la mansedumbre que transmite su hieratismo, íntimamente crispado y asaltado por la aspereza política y ética de la realidad. Hemos creído que era un escritor con un tema único, la literatura y los mundos literarios, cuando su tema central ha sido la experiencia vital desnortada y un punto autista, filtrada en los libros de otros. Sus libros mejores han buscado el rastro de la vida vivida por los escritores, como los mejores de los suyos cuajan la experiencia real del escritor. Tratan de las enfermedades de la escritura, como en El mal de Montano o en Doctor Pasavento, pero en realidad tratan de la inadaptación a la vida y la resignada adaptación a la inadaptación a la vida. La ironía y la distancia, el humor y la cabriola imaginativa e inofensiva, la casualidad convertida en causalidad han sido sus herramientas para despistar, para hacerse el posmoderno y el majara, para parecer hombre de letras ensimismado y extranjero cuando en realidad es un escritor comprometido con una imaginación única para fingir frivolidad, inconsecuencia y autismo. Todo mentira.
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