Flotats
Jean-Pierre Thibaudat, uno de mis críticos favoritos, tenía en Libération una columna titulada Regard sur acteur: iba al teatro, fijaba su mirada en un actor, y escribía luego sobre su interpretación. Algo así me pasó a mí la semana pasada con Josep María Flotats en Ser-ho o no, una pieza de Jean-Claude Grumberg que lleva el subtítulo de "Para acabar con la cuestión judía" y supone el retorno del actor (y aquí también director) al Lliure de Gràcia, cuyo escenario no pisaba desde 1977 con aquel lejanísimo y memorable Vida del rei Eduard II d'Anglaterra, de Marlowe, su primer gran trabajo en Cataluña tras los años de la Comédie.
De acuerdo que la labor de su compañero, Arnau Puig, tampoco es moco de pavo, porque le toca (y borda) el rol más desagradecido: el clown ultrabobalicón que le sirve las mejores boleas al augusto para que resulte siempre sabio y brillante. La función no es un duelo, no es Per un si o per un no, de Nathalie Sarraute, donde Flotats y Puigcorbé jugaban, juntos e igualados, a darle a la caza alcance. El texto de Grumberg es inteligente e irónico, más didáctico que dramático, a ratos el judaísmo explicado a los niños, alternando santas verdades y esquivando bultos, como la renuncia a entrar al espinoso trapo de los asentamientos de Gaza.
No me apasionó, pero no pude quitar mis ojos de Josep María Flotats
No me apasionó, pero no pude quitar mis ojos de Flotats. Me atraparon la sutileza, la elegancia, la modulación de los argumentos, la forma de dejar caer las réplicas como si las empujara levemente con el dedo. Anoto: han desaparecido de su fraseo los ritmos de la prosodia francesa, que en ocasiones llegaban a hacerse fatigosos. Cierto que no se han esfumado de la noche a la mañana. Esa nueva naturalidad del actor comenzó a asomar, si no recuerdo mal, en La verdad, el subestimado vodevil de Florian Zeller en el Alcázar: bastaba comparar su contención en la escena de los móviles con el atropellado monólogo cómico de Arte. Ha quedado atrás la untuosidad circunspecta, a lo Paul Meurisse, quizás tras el tropiezo de aquel Beaumarchais del Español, demasiado empapado en agua de rosas. Y en el tercio final de la obra de Grumberg brota algo que hacía tiempo echaba de menos en su trabajo: la emoción limpia, sin subrayados, cuando el texto soslaya las lecciones y decide narrar con el corazón en la mano.
En el Lliure me ha parecido ver a un Flotats sereno, liberado al fin del deseo de imponer su seducción y dar el do de pecho. Una nota más, una puñetería: se fue la cadencia alejandrina pero sigue, inmutable como un rasgo de carácter, el mohín de estar a punto de decir "Ah, bon, écoute".
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