Las calles vuelven a ser nuestras
El tierno tipo duro de Sheffield alterna devastación amorosa y furia psicodélica en una jornada muy emotiva
Impresiona regresar a una sala de conciertos, en tantas ocasiones lo más parecido a una parcelita terrenal de paraíso, con la mente aún obnubilada por el recuerdo del horror y la barbarie, por el eco siniestro de lo absolutamente inconcebible. Puede que a Richard Hawley le sucediera algo parecido este lunes en los camerinos del Teatro Barceló mientras soñaba blues añejo (¡Tarheel Slim & Little Ann!) como música de ambiente, pero las circunstancias le allanaron el camino nada más se ubicó en el centro del escenario. “¡Espera, espera, mi novio ha ido al baño!”, le imploró una muchacha desde las primeras filas. Y Hawley, ese tierno hombre duro forjado en las calles de Sheffield, tiró de vitriolo británico por primera vez durante la velada: “¿De verdad os habéis gastado 100 euros para venir a hacer pis?”.
Es fascinante el juego de dualidades que plantea el autor del reciente Hollow Meadows, este sentimental de orígenes proletarios que luce chupa vaquera y al que aún se le arruga el entrecejo, como un chico malote, cuando mira de reojo a los cuatro músicos que le escoltan. Tendemos a contemplarle mayormente como ese inmenso crooner de voz templada que entrega canciones de belleza devastadora (Tuesday pm) o se entrega al clasicismo indisimulado de Open Up Your Door, sutil actualización de Roy Orbison que la abarrotadísima sala recibe entre alaridos voluptuosos. “Es curioso que suceda esto, porque escribirla me llevó diez minutos”, matiza con ánimo entre desmitificador y sardónico. Es la misma vertiente ácida que le permite transformarse en un guitarrista enrabietado con Leave Your Body Behind You. Y que le sumerge en la psicodelia, más allá de las crónicas de anhelos amorosos, con las aristas de Time Will Bring You Winter o Down in the Woods.
La sesión no había comenzado de la mejor manera, una inicial Which Way de sonido poco matizado, zumbidos ajenos al control de la mesa de mezclas y una voz sin realce. A Hawley le incordió durante toda la noche un buen trancazo, como reconocería mientras aliviaba sus fosas nasales en una toalla que amagó, siempre burlón, con lanzar al público. Pero todo regresó a su lugar nada más sonó la ya imperecedera Tonight The Streets Are Ours: la acústica se amoldaba mejor a los dedos de nuestro protagonista, el bajo Hofner imprimía el poso justo, los teclados imitaban un ensalmo de cuerdas. Y sí, entraron ganas de olvidarlo todo y proclamar que las calles volvían a ser nuestras, que la emoción y la concordia eran las únicas opciones plausibles y que Hawley ya se encargaba de poner una excepcional banda sonora a nuestros arrebatos, tormentos o desvelos.
Tal vez el resfriado mermase algo los resultados; incluso se llevó por delante el habitual cierre con otro de los momentos esenciales, The Ocean. Hasta puede que la regañina a los parlanchines (“Hay mucho rico aquí. Si pagase dinero por ver a una banda, yo no hablaría…”), idéntica a la de hace tres años en Joy Eslava, estuviese menos justificada esta vez de lo que es habitual en Madrid. Pero la amonestación llegó justo antes de uno de esos grandes baladones desangrados, I Still Want You, prólogo de otros títulos (Sometimes I Feel) atemporales y perfectos, como dictados desde las alturas.
La noche pareció finalizar con la recién estrenada Heart of Oak, una canción tan notable como incompleta (¿dónde está la parte B?). Pero las lecciones magistrales se retomaron en los bises con Coles Corner, enésimo homenaje a Sheffield y el equivalente contemporáneo a una sesión de Burt Bacharach para Dusty Springfield. Solo que Richard, el caballero duro y sentimental, acaso la escribió tarareando en plena acera. Tomando, como tantas otras veces, la calle para las causas más justas.
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