Pasolini camino del Gólgota
El viacrucis lo inició Pier Paolo Pasolini la noche del 1 al 2 de noviembre, noche de difuntos de 1975, hace ahora cuarenta años. El camino del Gólgota lo recorrió a bordo de un Alfa Romeo plateado llevando en el asiento delantero a un chaval de 17 años, un chapero llamado Giuseppe Pelosi, al que había cargado al pie de un lienzo de la muralla Aureliana, junto a la estación Termini de Roma. Allí, bajo el resplandor de varias fogatas, se movía una camada de jovenzuelos dedicados a la prostitución y al menudeo de la droga. El gran poeta y cineasta conocía de sobra ese ambiente, de modo que le bastó solo un guiño para elegir al que más le gustaba y el trato se cerró en un aparte con las palabras consabidas. Un servicio por 20.000 liras —2.000 pesetas de entonces, unos 10 euros de ahora—. El coche de lujo pudo provocar envidia en los colegas del chaval cuando lo vieron arrancar con el gran berrido de los tubos de escape. Días después, a varios de ellos los interrogó la policía. “Se fueron solos; no los siguió nadie”, manifestaron.
El trayecto hasta el lugar de la inmolación era de 30 kilómetros. El Alfa Romeo abandonó Roma por la vía Nacionale en sentido al Lido de Ostia, pero en el camino del calvario hubo una única estación. El chico tenía hambre y Pasolini conocía una trattoria llamada Biondo Tevere, junto a la basílica de San Pablo en la vía Ostense donde él solía reunirse a veces con Alberto Moravia y Elsa Morante, con Fellini, Sordi, Ana Magnani y otros amigos. También le servía la trattoria para estar solo, escribir y ve pasar la vida desde la terraza que daba al Tíber. Les atendió Guiseppina Panzironi, la mujer de Vincenzo, el dueño. El chico pidió unos spaghetti y el poeta, que ya había cenado, se tomó una cerveza y un plátano. Durante un tiempo, esa estación en el camino de la amargura se convirtió en un lugar de culto, parada obligatoria para muchos devotos del santo laico representado en las fotografías de las paredes. También yo un día merodeé por allí para cumplir con el rito de homenaje.
En ese punto del trayecto Pasolini ignoraba que estaba viviendo una escenificación de su propia agonía. Tal vez mientras mordía la banana tan fálica recordó que en octubre de 1949, dos años después de haberse afiliado, había sido expulsado del Partido Comunista “por indignidad moral y por seguir las deletéreas corrientes ideológicas burguesas como Gide y Sartre”. También, siendo católico, había provocado a la iglesia con la película La pasión según San Mateo, con una Virgen embarazada, madre de un Cristo inquietante y revolucionario; había escrito novelas, poemas, obras de teatro; había rodado otras películas inolvidables, siempre situadas en esa última fase donde la estética barre todas las fronteras y el arte excede a la moral.
Una vida dedicada al arte y la polémica
Multidisciplinar. Nacido en marzo de 1922 en Bolonia, Pier Paolo Pasolini cultivó la poesía, la narrativa, el ensayo, el teatro y el cine.
Obra literaria. Polemizó con el marxismo oficial y con el catolicismo, a los que llamaba "las dos iglesias" y les reprochaba no entender la cultura. Sus poemarios más conocidos son La mejor juventud (1954), Las cenizas de Gramsci (1957) o La religión de mi tiempo (1961), mientras que sus novelas más destacadas son Muchachos de la calle (1955), Una vida violenta (1959) y Mujeres de Roma (1960).
Cine. Exploró los aspectos de la vida cotidiana con un gran estilo narrativo y fuerza visual, convirtiéndose en uno de los realizadores italianos más venerados. Sus principales películas como director son Accattone (1961), Mamma Roma (1962), El Evangelio según San Mateo (1964), Teorema (1968), El Decamerón (1971) o Saló o los 120 días de Sodoma (1975).
Pasolini siguió camino con su chapero a cuestas como una cruz irrenunciable y más allá de la medianoche el Alfa Romeo se detuvo en un descampado cerca del Lido de Ostia, un erial lleno de abrojos y desechos industriales. En este punto del calvario se produjo el crimen, cuya liturgia sexual y sangrienta ha quedado sin esclarecer después de tantos años. Pasolini apareció muerto bajo la bruma de la madrugada con señales de haber sido apalizado con un bate y posteriormente aplastado por las ruedas de su propio coche, que hizo varias pasadas sobre su cuerpo. Hay algo peor que lo matarán: lo peor es que Pasolini murió. “No me dejéis solo”, gritó Pelosi entre el violento escape de una moto que se alejaba. Con este poeta y cineasta desapareció el revulsivo de la cultura oficial, el esteta visionario y provocador. Se le habían perdonado todos los límites de su talento, pero ese mismo año de 1975 había estrenado la película Saló y los 120 días de Sodoma, que causó una convulsión sádica insoportable en la sociedad burguesa y por eso fue sentenciado.
Cuando un verano de los años ochenta, camino de la playa de Ostia, visité el lugar del crimen, aquel descampado seguía siendo un yermo inhóspito lleno de basura y allí se había levantado una triste escultura en el punto exacto del crimen en memoria del poeta. No se hallaba preservada todavía con una cerca de madera. Aquella figura de una paloma que sostenía en el pico la luna llena estaba a merced de cualquiera que se le antojara degradarla cubriéndola de insultos. Sucio, comunista, maricón. De noche, alrededor de ella, se había establecido un mercadillo de mozalbetes prostitutos, que tal vez eran los ángeles soñados por Pasolini para que le ayudaran a descender hasta el fondo de la degradación de donde él extraía la singular belleza para arrojársela a la cara a los burgueses.
Era un fin de semana de agosto y hacia la playa de Ostia confluían los personajes de Fellini para establecer en la arena bajo un calor pegajoso los ritos de los cuerpos desnudos, el sudor de las miradas turbias, los gordos y gordas descomunales en bañador, los gritos de felicidad de los niños entre los golpes de espuma, canciones de organillos y tarantelas, el pestilente olor de fritangas en los tenderetes y las sandías abiertas al sol. Se oían bocinas de descapotables con la musiquita de la película Il sorpasso, aunque no iban a bordo Vittorio Gassman y Jean-Louis Trintignant, sino descerebrados que, al ver que unos amigos en torno a la escultura rendíamos homenaje al poeta muerto en aquel calvario, nos gritaron desde la ventanilla de un coche: “¡Eeeh, vaffanculo!” Alguien de nosotros recitó uno de sus versos: “Cuánto ha dado ya lo ha dado, el resto es árida piedad”. Murió un sábado, día de difuntos, a los 53 años.
Babelia
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