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¿Por qué nos obsesionan los mapas en la era del GPS?

La cartografía se consolida como lenguaje artístico, y sortea nuevas fronteras ante la disolución aparente del espacio en la Red

Patricio Pron
Uno de los mapas incluidos en el libro ‘Atlas de los prejuicios’, de Yanko Tsvetkov.
Uno de los mapas incluidos en el libro ‘Atlas de los prejuicios’, de Yanko Tsvetkov.

La necesidad de consolidar el control sobre los territorios de ultramar impulsó la cartografía científica en Europa. Cinco siglos después es difícil hallar una expresión artística que no sea una manifestación a favor o en contra de la omnipresencia de los mapas en nuestra vida. Ya en 1994 la exposición Mapping del MoMA mostró cómo los artistas han estado utilizando los mapas para interrogarse acerca del modo en que representamos el espacio y nos orientamos en él, aunque hoy estemos inmersos en la disolución aparente del espacio producida por la Red.

De hecho, ya parece inconcebible desplazarse sin aplicaciones como Google Maps, Tom Tom o Waze. Y sin embargo, las personas siguen perdiéndose: una brasileña de 70 años, por ejemplo, fue asesinada el 4 de octubre pasado cuando su marido y ella entraron por error en Caramujo, una de las favelas más peligrosas de Río de Janeiro; estaban utilizando Waze para dirigirse a la avenida Quintino Bocaiúva, pero la aplicación los condujo a la calle del mismo nombre, situada en la favela.

Quizás sea el imperio de la cultura visual lo que está en el fondo de nuestro interés por los mapas. En la cartografía se encuentra el antecedente de esta época, la actual, en la que la información es sometida a una "visualización de datos" y a un "mapeo" constante, sin los cuales, supuestamente, se vuelve incomprensible. Algunas publicaciones recientes —como Mapas curiosos: Un atlas de curiosidades cartográficas (2012) de Frank Jacobs, Mapas para conquistar el mundo o salir de casa (2012) de Simon Garfield, Atlas de islas remotas (2013) de Judith Schalansky, o la exhibición en línea de la Biblioteca del Congreso de EE UU Explicando y ordenando el cielo (2015)—, con sus imágenes de una cultura intentando narrar visualmente lo que la rodea, tendrían en ese sentido además del atractivo de su belleza, el de la nostalgia subyacente a un mundo en el que ya no quedaría nada por ser explorado.

"El espacio está siempre asociado al poder y, por tanto, al control", sostiene la crítica de arte Estrella de Diego en su libro Contra el mapa: disturbios en la geografía colonial de Occidente (2008), un recorrido por las apropiaciones artísticas del lenguaje cartográfico. Según Garfield, "los lugares solo se cartografían por necesidad política, social, comercial o militar", de tal forma que, cuando el interés por los mapas no está revestido de nostalgia (como, por ejemplo, en la plataforma Handmaps.org, en la que se comparten mapas realizados a mano como forma de documentar su desaparición progresiva), su interés radica en la forma en que ponen de manifiesto las relaciones de poder. En este sentido el filósofo y economista británico E. F. Schumacher recuerda cómo en una ocasión, durante una visita a la por entonces Leningrado, descubrió que los mapas no incluían las iglesias de la ciudad: para los cartógrafos soviéticos no importaba tanto la realidad como la representación del poder de un Estado contrario a la religión.

Es difícil hallar una expresión artística que no sea una manifestación a favor o en contra de la omnipresencia de los mapas en nuestra vida

En su magnífico Fuera del mapa (2014), Alastair Bonnett se ocupa precisamente de la negación cartográfica de la realidad y de los sitios que no aparecen en los mapas: la Gran Mancha de Basura del Pacífico; la “ciudad fantasma” de Kangbashi, en el interior de Mongolia; o New Moore/Talpatti, una isla en el golfo de Bengala surgida después de una tormenta que provocó un conflicto entre India y Bangladesh antes de volver a hundirse en el mar en 2010. Si Umberto Eco en su Historia de la tierra y los lugares legendarios (2013) pone de relieve que ciertos sitios son parte constitutiva de nuestra cultura a pesar de que no existan en la "realidad", Bonnett en Fuera del mapa demuestra que los mapas no nos dicen toda la verdad o que, como en el caso narrado por Schumacher, hablan en primer lugar de quién detenta el poder de confeccionarlos. Quizás sea en esa línea, y en tanto crítica a las instituciones políticas y culturales, que debamos interpretar algunos libros recientes como Mapeándolo: Un atlas alternativo de cartografías contemporáneas (2014), editado por Hans Ulrich Obrist (que incluye obras de John Baldessari, Tim Berners-Lee, Louise Bourgeois, Yoko Ono, Damien Hirst y otros), el hilarante Atlas de los prejuicios del búlgaro Yanko Tsvetkov (2015) y Un atlas de cartografía radical de Lize Mogel y Alexis Bhagat (2008), en el que los mapas tienen como finalidad representar gráficamente las disparidades existentes en el mundo en materia de energía, recursos naturales y derechos humanos.

"La cartografía digital puede ser fantástica, pero ofrece una visión muy egocéntrica del mundo. Siempre estamos en el centro de nuestros mapas", afirma Garfield. Si, como sostiene Bonnett, somos "topofílicos" y estamos obsesionados con la representación del espacio y su posesión, no es menos cierto que las cartografías no sólo representan ese espacio y que, en esta era de nostalgia, visualidad, solipsismo y confusión de los límites entre aquello que pretende ser real y lo que lo es, se han convertido en un ámbito de resistencia a la omnipresencia de la cartografía digital, así como de interrogación acerca del mundo que creemos conocer.

Alastair Bonnett se ocupa en su libro de la negación cartográfica de la realidad y de los sitios que no aparecen en los mapas

Un año atrás, por ejemplo, Google eliminó de sus mapas la pequeña localidad de Agloe, en el estado de Nueva York. ¿La causa? Agloe no existía: había sido inventada en 1925 por un par de cartógrafos estadounidenses para comprobar con facilidad si sus mapas eran copiados por la competencia, pero su falsificación había durado casi 80 años. Su eliminación de la cartografía digital más popular del momento —acerca de la cual los responsables de Google prefirieron no dar explicaciones— pone de manifiesto que la desconfianza exhibida por los artistas contemporáneos hacia el estatuto de verdad de los mapas no es puramente estética. También prueba que las cosas no son tan simples, ya que, como demostró The New York Times, Agloe sí existe: algunas personas instaladas en la región leyeron su nombre en el mapa y lo tomaron por verdadero. En la actualidad la localidad "inexistente" consiste en un granero, una antigua lechería de color amarillo pálido y un cobertizo de madera. "Los mapas son mentiras con las que se arriba a la verdad", afirmó alguna vez el escritor situacionista Raoul Vaneigem. Determinar qué verdad es esa y quién lo dice son asuntos de una actualidad absoluta.

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