La sangre se esparce rápidamente
Además de ser (el peor) director de cine, Ed Wood también ejerció como escritor. Sus relatos reunidos se publican ahora. Lee uno de sus cuentos, de 1973
Por primera vez en más de cuarenta años, los cuentos del cineasta de culto Ed Wood, etiquetado en su día como el peor director de la historia, salen a la luz. Historias escritas, originalmente, para llenar unas pocas páginas entre las fotos de mujeres curvilíneas que poblaban las revistas eróticas de finales de los sesenta y principios de los setenta. Ahora, Caja Negra publica estos relatos, recopilados por Bob Blackburn. Babelia ofrece en exclusiva el relato completo que da título a la recopilación, de 1973.
El sepelio fue hermoso, si es que uno puede describir así ese tipo de rituales. Había muchas flores, en su mayoría rosadas, porque era el color favorito de Sheila. Pero las blancas y las rojas también combinaban sin problemas con el féretro rosa. La ceremonia fue a cajón cerrado, pero de todas formas Ronnie podía imaginarse cuál sería su aspecto. La veía como dormida, con el vestido también rosa que había usado en su graduación, a comienzos del año.
El cura dijo muy bien lo que tenía que decir y pasaron exactamente la música que tenían que pasar.
Los sonidos se fueron dispersando por el bosque desde la pequeña iglesia, hasta infiltrarse entre los demás monumentos, tumbas y lápidas, donde alcanzarían al final los oídos de otros muertos.
Y luego todo terminó. Los innumerables deudos le ofrecieron sus condolencias a Ronnie. Sheila había sido muy querida. Pero mientras pasaban en fila a su lado para estrecharle la mano o palmearle el hombro en un gesto de consuelo, él no veía ni sentía realmente la presencia de nadie. Estaba absorto en lo que el teniente de policía le había dicho en la comisaría, justo después de haber identificado el cuerpo.
–Vamos a tenerlo bajo vigilancia, se lo aseguro, Sr. Litton. Y vamos a hablar con él en uno o dos días.
Pero no sonaba muy convencido.
–Mató a mi hermana. Tiene que quedar preso. Algo hay que hacer.
–Se está haciendo todo lo humanamente posible. Además, ¿qué le hace pensar que Rance Hollingsworth pudo haberle hecho algo tan espantoso a su hermana? Es uno de los hombres más ricos del pueblo. Y a juzgar por la edad, podría haber sido su abuelo.
–Por eso mismo. Sheila no lo podía ni ver. Era un viejo verde, que nunca paraba de molestarla. Me lo contó todo ella misma.
–Sheila era su secretaria, nada más. Trabajaba para él desde que la seleccionó entre todas las alumnas del último curso del secretariado. Y según sé, le pagaba un salario excelente. –Luego empezó a irritarse–. Veámoslo de este modo. Si tanto la molestaba,
¿por qué demonios no renunció?
–Ese es el punto. Sí renunció. Renunció la tarde que desapareció.
–Esa es su versión de los hechos. Apuesto a que Rance negaría que eso haya sucedido.
–Claro que lo negaría. Sheila llegó a casa. Tenía puesto su nuevo traje de tejido rosado… era de lana muy suave y muy costosa. Trabajó mucho para poder juntar el dinero y comprarlo. Y regresó para cambiarse antes de volver a salir. Le gustaba usar minifaldas y blusas transparentes cuando salía de noche.
El teniente arqueó una ceja.
–Ya sé lo que estará pensando, pero Sheila no era así.
Pregúntele a cualquiera que la haya conocido. No era ninguna provocadora. Solamente le gustaba vestirse sexy. Tenía un cuerpo voluptuoso y una cara bellísima. Se le nota incluso en su condición actual, en la morgue. Nunca se vestía de manera muy sugestiva cuando trabajaba… pero no podía evitar verse sexy de todas formas. Ella era así. Atraía la atención de cualquier persona que le pusiera los ojos encima… hasta esas mujeres extrañas que tenemos en el pueblo. Y siempre se mudaba de ropa antes de ir a una cita.
–¿Dijo “cita”?
Ronnie examinó al hombre con cuidado. Sintió que lo estaba perdiendo.
–Uso la palabra en sentido general. Iba a salir, por eso se cambió.
–¿Pero puede que haya salido porque tenía una cita?
–Supongo… sí.
–Bueno, ahí está.
–No, “ahí está” no. Estoy suponiendo.
–Y yo también.
El teniente Roberts tamborileó los dedos en el escritorio. Se estaba aburriendo un poco. Quería que el tipo se marchara de su oficina para poder ponerse a trabajar. Por supuesto, él estaba igual de ansioso por encontrar al asesino que Ronnie, pero no tenía sentido apuntar a lo imposible. Rance Hollingsworth era un anciano que casi nunca abandonaba su vieja mansión. Incluso se rumoreaba que el lugar estaba embrujado. En cualquier caso, es lo que contaban los chismosos que se la pasaban inventando historias sobre las personas mayores… sobre todo cuando se trataba de reclusos que vivían en mansiones antiguas. Además, si el viejo quería vivir entre fantasmas, era problema suyo… y sin duda no había ningún motivo para pensar que había asesinado a esa muchacha tan hermosa… Un viejo tan frágil como él… imposible.
–Ronnie, voy a pedirle que vaya a su casa y trate de no pensar en todo este asunto por el momento. Nosotros nos encargamos de la investigación. Y mejor que no se acerque al viejo.
–¿Yo? Ni se me cruzaría por la cabeza molestarlo.
–Más le vale. Ingresar sin autorización en una propiedad privada también es delito. Si tuvo algo que ver con la muerte de Sheila, lo vamos a descubrir. Pero no dé por sentado que fue él. Sería más conveniente que nos concentremos en la cita de Sheila.
–Si es que fue a una cita. Y eso es PURA conjetura.
–Me parece que todo es bastante lógico. Volvió de trabajar de la mansión del viejo, llegó a su casa, se puso ropa sexy y salió por la noche. Y cuando la encontraron, estaba…
Ronnie interrumpió de inmediato al policía:
–Muerta y completamente desnuda. Lo que le hace pensar que se acostó con alguien.
–Sí, con alguien se acostó. Lo prueba el informe del forense. Ahora, si fue una violación o si fue consensuado… eso todavía queda por verse.
–Si hubiese sido consensuado creo que ahora no estaría muerta.
–Bueno, entonces digamos que fue una violación. –El teniente Roberts sintió que por fin estaba haciéndose entender–. ¿Realmente le parece que ese anciano decrépito hubiera podido violar a una muchacha tan joven y sana por la fuerza, y después arrastrar el cuerpo a ocho kilómetros de distancia de su mansión? Vamos, no digamos chiquilinadas.
Ronnie se puso de pie.
–No es una chiquilinada. No soy un chico. Pero sí soy apenas seis minutos mayor que Sheila. Éramos mellizos, por si no lo sabía. Y eso nos hizo más unidos que la mayoría de los hermanos. Teníamos un lazo muy fuerte. Además, nos queríamos mucho, y mi hermana nunca podrá descansar en paz hasta que encuentren al asesino.
Luego se dio vuelta y se retiró de la comisaría. Con esa conversación estúpida no iba a llegar a ningún lado. Sabía lo que debía hacer, aunque todavía no tenía del todo claro cómo hacerlo. Tendría que planificarlo con mucha atención.
Ronnie volvió a enfocarse en el presente cuando los últimos deudos se estaban terminando de despedir. No iba a celebrarse ningún otro oficio fúnebre o ceremonia. Eso se haría en privado. Completamente en privado… ni siquiera él estaría presente. No quería que se grabara en su mente la imagen del ataúd bajando a la tierra. De por sí hubiera querido poder olvidar la imagen de Sheila en la mesa de la morgue. Pero había cosas que, como bien sabía, no sería capaz de olvidar nunca. Lo único que sí deseaba recordar era qué había dicho Sheila esa noche, cuando regresó para sacarse el traje rosa y cambiarlo por una minifalda y una blusa. Pero ese era otro de los recuerdos que de algún modo había borrado de su memoria.
Después le vino a la mente el traje de lana tejido. Y supo exactamente lo que tenía que hacer. Todo su plan estaba implícito en esa visión, y el destino de su víctima quedó sellado en ese breve instante. El viejo iba a morir. Y de un modo tan espantoso como Sheila.
La sonrisa no se le borró de la cara durante todo el trayecto en coche hasta la casa que había compartido con su hermana. Era una sonrisa extraña, fuera de contexto, que espantaría a cualquiera de solo imaginarla.
Más tarde, cuando se sentó en su pequeña sala de estar, mientras sostenía en una mano su tercer whisky con agua y abundante hielo y contemplaba el sol del mediodía, sintió la extrañeza de estar solo. Era la primera vez que lo acechaba esa soledad desde el accidente que había cobrado las vidas de su madre y de su padre, dos años atrás. En aquel trance había dejado la escuela para que su hermana pudiera terminar sus estudios, y para ganar algo de dinero que les permitiera mantenerse a flote. Nada habría podido disuadirlo de hacer ese sacrificio.
Luego cayó sobre el mundo la penumbra de la noche. Había llegado la hora. Ronnie se terminó de un trago su último whisky, el último de los muchos que había bebido aquella larga tarde. Se desvistió ahí mismo… por completo… y se dirigió a la habitación de Sheila. Sentía que ya había caminado así, del mismo modo, en el pasado. Tal vez fuera cierto. No lo sabía, en verdad. La idea de hacerle pagar al asesino por la muerte de su querida hermana acaparaba su mente.
Estaba en su habitación… Sus cosas seguían sobre la cama, donde las había dejado esa noche, la última noche de su vida… su braga, su sostén, sus medias, y las dos piezas del traje rosa de lana tejida. Sus zapatos rosados de taco alto estaban en el suelo, al lado de la cama.
Desnudo, observó las prendas y los accesorios durante un rato largo antes de ponérselos. Después se examinó en el espejo, donde Sheila le devolvió la mirada… excepto que ella era rubia y él tenía el pelo más bien castaño, y ella lo usaba largo y él, corto. Pero eso no era problema. Sheila guardaba varias pelucas, y una era de su mismo color de pelo. A menudo, cuando ella se lo acababa de lavar, directamente la usaba en vez de arreglárselo.
Ronnie la sacó del armario y se la puso con mucho cuidado en la cabeza. Un poco de lápiz labial, delineador y base, y quien le devolvía la mirada en el espejo era Sheila, sin duda alguna. Soltó una carcajada siniestra y vengativa mientras admiraba su imagen reflejada, y su misma risa adoptó aquella cadencia musical de la que solo Sheila era capaz… Y entonces él supo que Rance Hollingsworth estaba respirando la última hora de oxígeno de su vida.
Ronnie estacionó a cierta distancia de la vieja mansión. Pensaba que Roberts tal vez hubiera puesto el lugar bajo vigilancia, aunque, por otro lado, no tenía pruebas que lo convencieran de que él fuera a hacer nada… salvo hablar. No había guardias, y la casa estaba a oscuras, a excepción de una luz amarillenta donde él sabía que se encontraba el estudio. Ya había estado en la casa un par de veces para pasar a buscar a Sheila, cuando a ella se le había averiado el coche. Le sería muy fácil orientarse una vez adentro. Y sabía que la cerradura de la puerta de la cocina estaba rota. El viejo nunca la había reemplazado… A pesar de todo su dinero, era un miserable, en el verdadero sentido de la palabra. Había una traba, pero como la puerta podía entornarse más o menos un centímetro, la levantó sin esfuerzo con una lima de uñas y abrió.
Los tacos altos de sus zapatos repiquetearon levemente sobre el suelo sin alfombra de la cocina, pero estaba seguro de que no lo habían oído. De todos modos, caminó en puntas de pie hasta llegar al corredor alfombrado y después, sigiloso como un gato, pasó al cuarto. La única iluminación era aquella luz amarillenta que había visto desde afuera: una lamparita en el escritorio del viejo.
El hombre estaba atareado con unos papeles. Ni siquiera oyó o notó que abrían la puerta. Ronnie estaba de pie, enmarcado por el umbral de la puerta, idéntico en todo aspecto a Sheila… y a media luz no era necesario que el disfraz fuera tan perfecto.
El viejo sintió de repente la presencia de alguien más en la habitación. No levantó la mirada de inmediato, pero el escalofrío que estremeció su cuerpo fue indicio suficiente de que se había percatado del intruso. Después, lentamente, alzó la cabeza. Miró alrededor y por debajo de la pantalla de la lámpara. Sorprendido, abrió los ojos de par en par al ver a la voluptuosa muchacha en el umbral de su estudio. La pluma con la que había estado escribiendo se le cayó de los dedos.
Se humedeció los labios, súbitamente secos.
–Sheila… Sheila. ¿Eres tú?
Su voz era débil, casi un susurro, nerviosa, trémula.
–¡Sí! –No cabía duda de que la voz que salía de esos labios rojos como la sangre era la de Sheila–. Soy Sheila.
–Me… me dijeron que habías muerto.
–Sí… estoy muerta –Ronnie dio unos pasos al frente, pero no los suficientes como para exponer a la luz su engaño–. Quiero que me mires de cerca, para que veas la sangre que me cubre los labios. Y después más de cerca, para que veas la palidez de mi piel.
Y más de cerca todavía, para que veas el esqueleto en el que estoy por convertirme… y para que tu nariz sienta el hedor a ultratumba que me rodea.
El viejo se encorvó hacia adelante. Falleció en el acto. Su corazón ya no pudo soportar la tensión creada por eso que creía tener ante sus ojos, esa criatura nimbada por el halo de la muerte.
Ronnie se dio cuenta de lo que había sucedido. Él hubiera querido atravesarle el corazón con la filosa lima de uñas que traía encima. Ver cómo la sangre le chorreaba enseguida por todo el saco y el chaleco manchados de ceniza de cigarrillo. Cuánto había deseado verlo temblar ante la tortura al darse cuenta de que estaba a punto de morir. Pero a Ronnie acababan de privarlo de ese placer.
Cruzó la habitación y sacó una botella de whisky que el viejo había guardado para su uso personal en un pequeño mueble disimulado en la pared. Se llenó un vaso hasta el borde, y después se sentó y se largó a llorar hasta que el maquillaje le hizo arder los ojos. Lo habían estafado. El crimen de la pobre Sheila quedaría impune.
Entonces miró a la distancia y recordó todas las cosas que antes había olvidado recordar. Recordó que Sheila había vuelto a casa esa noche. Recordó que ella había empezado a recriminarle todas las veces que habían estado juntos en la cama, sexualmente. Y le gritó que debía ser estúpida para haberse enamorado de un travesti chiflado como él. ¿Acaso su amor, su cuerpo no le parecían suficientes? No había necesidad de cortarle los frenos al coche de sus padres. No había necesidad de que él orquestara el accidente que cobró sus vidas. ¿Tan celoso era, que no podía soportar que nadie más estuviera cerca de ella… y la tocara?
Después vino la parte clave de su repudio. Rance Hollingsworth siempre había sido muy amable con todos en la familia, y nunca había quedado convencido del accidente. Tenía pruebas. Iba a entregárselas a la policía ni bien las tuviera listas.
En ese momento, mientras ella se estaba acomodando su blusa sexy para que quedara por debajo del elástico de la minifalda, decidió que Sheila debía morir… pero Ronnie no podía recordar cómo había muerto. Sí recordaba un lugar frío. Y haberse lavado la sangre pegajosa de las manos… la sangre que había chorreado enseguida… pero no recordaba cómo, ni dónde, ni cuándo…
Rance Hollingsworth tenía que morir. Era responsable de la muerte de Sheila. Era responsable de haberle quitado a su amada, a su pareja sexual.
Y Rance Hollingsworth estaba muerto. La parte superior de su cuerpo cubría la evidencia que había estado redactando… y la historia saldría a la luz… resonaría a lo ancho y largo del Estado, en titulares gigantescos… y a Ronnie lo encontrarían en una silla, delante del escritorio de Rance, dormido, después de bajarse las dos botellas de whisky escocés…
La sangre se esparce rápidamente. Ed Wood. Prólogo de Bob Blackburn. Caja Negra editora. Buenos Aires, 2015. 272 páginas. 19 euros
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.