Y el cómic se hizo adulto mirando al mar
Durante los primeros años sesenta, intelectuales como Francis Lacassin, Alain Resnais, Alejandro Jodorowsky o Umberto Eco reclamaron desde la revista Giff Wiff, la expresión escrita del Centro de estudios de las literaturas de expresión gráficala necesidad de una mayor atención al cómic, como arte nacido desde la cultura de masas. Las páginas de la revista apostaban por la reivindicación del cómic americano publicado en la prensa de los años treinta y cuarenta, pero también por la oportunidad de aproximarse a nuevos lectores adultos, animando a los autores a usar el cómic como un medio de expresión que podía y debía escapar de su simple consideración infantil.
La llamada fue atendida por autores como los franceses Jean Claude Forest, Guy Pellaert o el italiano Guido Crepax, pero quizás el que mejor supo canalizar todo el argumentario de este grupo fue Hugo Pratt. Nacido cerca de Rimini pero veneciano de adopción, se trasladó con apenas veinte años a Argentina para trabajar en el pujante cómic de aventuras que se realizaba en aquél país, aprendiendo de maestros del dibujo como Solano López o Alberto Breccia y, sobre todo, con guionistas como H.G. Oesterheld o Robin Wood, que estaban entendiendo ese género desde una perspectiva humanista y adulta alejada del canon tradicional de la historieta.
Pratt volvió a Italia con todo ese bagaje para colaborar en Sargento Kirk, una revista que tomaba como cabecera el título de su famosa creación con Oesterheld. Era el mejor lugar para probar a contar sus propias historias a través de un personaje con el que pudiera plasmar su pasión por autores como London, Stevenson o Conrad, su admiración por las tiras de prensa de Milton Caniff o Roy Crane y el humanismo de Oesterheld. Corto Maltés, el marinero sin barco, comenzó su largo periplo por los mares de papel en 1967 con La balada del mar Salado, rompiendo esquemas tanto por su inusitada extensión como por su decidida apuesta por el lector adulto.
Casi instantáneamente, Corto conectó con crítica y público, convirtiéndose en un cómic de culto en el que Pratt iría vertiendo sus pasiones literarias, su vehemente vitalismo viajero y, también, una afición por el esoterismo y el simbolismo que fue poco a poco monopolizando la serie. El personaje que creó era, más que un protagonista activo, un testigo de las historias, un observador tan descreído como romántico que demostraba que aquella reivindicación de un cómic de autor adulto que firmaban los intelectuales franceses e italianos tenía ya nombre y apellido: Corto Maltés.
En su última aventura publicada, Mu, Corto buscaba el continente perdido donde nació la humanidad y, en su página final, el marinero miraba el océano infinito, planteándose proféticamente que, quizás, era el momento de volver a empezar desde cero. Veinte años después, los españoles Rubén Pellejero y Juan Díaz Canales han tomado el guante de esa propuesta con el reto más atrevido que ha conocido el cómic europeo: contar las historias de un personaje convertido en mito de la cultura del siglo XX.
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