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¿Se acabó la fiesta?

Los nuevos movimientos políticos, la conciencia animalista, la desunión del sector y la impopularidad de los espectáculos callejeros, amenazan el porvenir de las corridas en vísperas de la esperada sentencia del Constitucional sobre la prohibición en Cataluña

Cayetano Rivera se encaja la montera con el trébol de cuatro hojas en la plaza de toros de Las Ventas, Madrid.
Cayetano Rivera se encaja la montera con el trébol de cuatro hojas en la plaza de toros de Las Ventas, Madrid.MARISA FLÓREZ

Pueden desaparecer las corridas de toros? ¿Se acabó la fiesta? En ausencia de una respuesta concreta e inminente, la pregunta ha ganado espacio en la sociedad española. Por la pujanza de la conciencia animalista. Por la posición abolicionista de la nueva izquierda. Por la pasividad del propio sector taurino. Por el problema de renovación generacional de los espectadores. Y por la repercusión negativa de los espectáculos populares —constituyen el 88% de los totales— en la reputación de la lidia.

El propio sustantivo matador se antoja incómodo en una sociedad que se defiende de los instintos y que se aleja progresivamente de la tauromaquia. La encuesta de IPSOS realizada en abril retrata la fiesta como un espectáculo minoritario en los hábitos sociales —la aprueba el 29%— , del mismo modo que las fuerzas políticas emergentes y los nuevos líderes, Pedro Sánchez (PSOE) incluido, han convertido el toreo en un enemigo político, muchas veces, como en Cataluña, vinculándolo al conflicto identitario de la España que idolatra el toro de Osborne.

Se entiende así la expectación que suscita la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) respecto al recurso que presentó el PP al hilo de la prohibición decidida en el Parlament en 2012. Cinco años después, el fallo “inminente” apunta a que los magistrados del TC darían la razón al Partido Popular, en cuanto que las comunidades autónomas carecerían de atribuciones para prohibir un fenómeno cultural.

Se vulneraría, en caso contrario, el artículo 149 de la Constitución, en cuyo punto 28 se le reconoce al Estado la defensa del patrimonio cultural. Y los toros, técnica y legislativamente, forman parte de él y del marco jurídico en el que deben pronunciarse los magistrados del TC.

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La sentencia presupone una sobreexcitación del clima político, aunque el transcurso de un lustro ha proporcionado a la causa catalana una adhesión territorial muy llamativa. El Ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, acaba de anunciar que retirará la subvención a la Escuela Taurina a partir del año que viene, mientras que A Coruña, Palma de Mallorca y Alicante, por ejemplo, se han declarado ciudades antitaurinas.

Se trata más de un formalismo que de una posibilidad legislativa —la tauromaquia está protegida por una ley de salvaguarda del patrimonio inmaterial aprobada unilateralmente por el PP en marzo—, pero la coherencia con que muchos municipios han decidido retirar las subvenciones amenaza el desarrollo del espectáculo en su embrión.

No se sostiene la tauromaquia sin la “tercera división”. Las grandes ferias —Valencia, Madrid, Sevilla, Bilbao, Salamanca, Zaragoza— representan la dimensión más vistosa del fenómeno taurino, pero resultarán inconcebibles si la base de la pirámide se resiente de una asfixia institucional y presupuestaria. Hasta el extremo de que el 70% de los espectáculos contemporáneos respiran gracias a las ayudas de las administraciones.

Es el contexto en que introduce una posición equidistante el borrador del programa de Podemos. No se menciona la prohibición. Se limita la entrada a los mayores de edad y se termina con la política de subvenciones. Los toros no morirían por decreto. Lo harían por inanición, aunque tamañas expectativas, vinculadas a una conciencia más urbanita, subestiman la repercusión del acontecimiento taurino en regiones de tradición arraigada.

Desde luego es indiscutible, intocable en Andalucía, Extremadura, Castilla La Mancha, Castilla y León, Madrid, La Rioja, Navarra y el País Vasco. Sirva como prueba la “recuperación” de San Sebastián. Bildu había prohibido los toros nada más acceder al Ayuntamiento, pero la victoria del PNV en los comicios de mayo dio lugar a la reapertura del coso de Illumbe.

Sucedió el pasado mes de agosto en un espectáculo de gran valor reivindicativo porque estaban las cámaras de TVE —10,2% de share— y porque asistieron el rey Juan Carlos y la infanta Elena. Sacaba pecho la afición, aunque la estrategia de defensa se resiente de una asombrosa desunión —empresarios, toreros y ganaderos no terminan de consolidar un lobby influyente—, abusa de sus apologistas más reputados —Vargas Llosa ha sido un bastión inagotable— y ha encontrado, paradójicamente, un enemigo en su mejor aliado, es decir, el PP.

El empeño del PP para proteger la tauromaquia ha generado vinculación ideológica

El empeño del PP para proteger la tauromaquia ha creado una vinculación ideológica, sobrepasando los tiempos en que la movida consideraba la corrida un fenómeno progre —allí estaban los himnos de Gabinete Caligari y el tótem rojo de Antoñete— y trascendiendo el rebrote de consenso que supuso el fenómeno de José Tomás, último punto de referencia absoluto entre la sociedad y la tauromaquia merced a su poder mediático y carismático.

Reivindicarlo como torero republicano y de izquierdas no hace sino repercutir en el equívoco político. No obedece la tauromaquia a un corsé partidista ni partidario, pero el celo del PP, tantas veces exteriorizado por Esperanza Aguirre y el exministro Wert en la refriega identitaria, ha consolidado el maridaje. Más aún cuando el titular de Justicia, Rafael Catalá proclamó hace unos días que el toro de la Vega como una “tradición histórica y cultural” debe respetarse.

Urge recordar que los espectáculos “callejeros” crecieron un 14% en 2014 —se celebraron 15.844— y que muchas Administraciones se resisten a prohibirlos por el desgaste electoral que implicaría. Empezando por Cataluña, donde la hipocresía vigente consiente la programación de los correbous tanto como prohíbe las corridas de toros convencionales.

El debate “sorprende” al mundo taurino en un momento de debilidad. Por la crisis –el negocio ha perdido un impacto económico del 46% en los últimos cuatro años–, por la subida del IVA al 21%, por la sobrepoblación de reses bravas en las dehesas y porque el sector en cuestión no ha sabido trasladar sus argumentos a la opinión pública.

“Uno de los más claros es el medioambiental”, razonaba Carlos Núñez en nombre de la Unión de Criadores de Toros de Lidia. “Más allá de que la abolición de las corridas conduce a la desaparición de una raza autóctona, conviene destacar la riqueza ecológica que engendra la propia actividad ganadera y taurina. Hay un riquísimo ecosistema vinculado entre el toro bravo y la botánica sin alteración humana que va a verse amenazado. El toro de lidia es el guardián de la dehesa”, precisa en alusión a los 540.000 hectáreas que abarca el campo bravo.

No seduce el argumento a los movimientos animalistas. El movimiento PACMA considera inaceptable el maltrato animal desde cualquiera de sus presupuestos —nótese que varios Ayuntamientos han prohibido incluso el uso de los animales en los circos— y relaciona las corridas con un espectáculo bárbaro y anacrónico, impropio de una España civilizada.

No se sostiene la tauromaquia si la tercera división de la pirámide acusa una asfixia institucional y presupuestaria

Llama la atención la cuestión identitaria o geográfica cuando los festejos taurinos trascienden las fronteras españolas —México, Colombia, Venezuela, Perú...— y cuando se desarrollan en el sur de Francia con la adhesión de 45 plazas al abrigo de una excepción legislativa que respeta la tradición allí donde está genuinamente arraigada.

Acaba de celebrarse la feria de Nîmes con una enorme repercusión en los tendidos, del mismo modo que un torero de Béziers, Sebastian Castella, ha sido proclamado triunfador de San Isidro. Quiere decirse que un aficionado catalán tiene que cruzar la frontera para asistir a los toros, como antaño sucedía con Emmanuelle o con la Viridiana de Buñuel, pues resulta que la cinta de la película cruzó los Pirineos y la censura en el coche de cuadrillas del matador de toros Pedrés.

Es una de las paradojas que se alojan en el debate de la tauromaquia. O en los debates, pues su defensa tanto concierne el rechazo legislativo o paternalista a las prohibiciones en sí mismas —el filósofo francés Francis Wolff habla de una intromisión en las libertades— como se arraiga en sus virtudes crematísticas. De acuerdo con los datos de ANOET (empresario taurino), los toros son una industria que facturó 3.500 millones de euros —directa e indirectamente— en 2014, que aporta a Hacienda 45 millones en la recaudación de IVA —un 62% más que el cine—, que emplea a 199.000 personas y que sucede al fútbol en el espectáculo de masas de mayor adhesión. Seis millones de personas acudieron el pasado año a una plaza. Y quien dice espectadores, dice votantes.

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