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CRÍTICA | ÓPERA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pasiones frías

El último aliento de 'Roberto Devereux' es justamente lo que la hace más grande La ópera inauguró anoche la nueva temporada del Real

Luis Gago
Un momento de la representación de 'Roberto Devereux' en el Teatro Real.
Un momento de la representación de 'Roberto Devereux' en el Teatro Real. JAVIER DEL REAL

Pocos monarcas han debido de estar rodeados de más y mejor música que Isabel I de Inglaterra, cuyo larguísimo reinado de casi medio siglo ha sido ya superado con creces por su actual sucesora, otra Isabel bastante menos amante de las artes y las letras. La reina Tudor fue cantada como “fair Eliza” o “fairest Queen”, aunque no debía de ser muy agraciada, o como una alegórica “Gloriana” en el magno poema The Faerie Queene, de Edmund Spenser. Idéntico nombre elegiría siglos después Benjamin Britten para titular la ópera que ella misma protagoniza, compuesta para celebrar la coronación de la actual Isabel II en 1953 y hermanar así simbólicamente a ambas reinas homónimas. Entre los versos de Spenser o los madrigales laudatorios compilados por Thomas Morley y la Gloriana de Britten, la Reina Virgen no podía estar ausente de la galería de grandes retratos regios de Gaetano Donizetti, un maestro de este peculiar subgénero operístico que el bergamasco dominó como pocos. Al final de Roberto Devereux, su libretista le hace abdicar a favor de Jacobo I, una licencia poética que oculta su muerte como reina, rodeada, al parecer, por petición expresa suya, de músicos a fin de poder morir “tan alegremente como había vivido y para atenuar los horrores de la muerte; oyó la música tranquilamente hasta su último suspiro”. O así reza la leyenda, inseparable de su figura.

El último aliento de Roberto Devereux es justamente lo que la hace más grande: ajada y sin afeites, ausente su peluca pelirroja, desgreñada, un potente símbolo que la transforma de regia en humana, Eliza –no Gloriana– renuncia al disimulo y al secreto inherentes a su majestad y hace partícipes a todos de sus sentimientos: pasiones antes frías y ocultas asoman candentes y desnudas a la vista de sus súbditos. Su cabaletta final –una andanada contra la tradición– se puebla de saltos de sexta, de séptima, de décima, dibujando una línea vocal angulosa y descoyuntada que radiografía su estado mental: muerto su amado, vida y corona por igual le son indiferentes. Con su primera encarnación escénica de la reina Tudor, Mariella Devia une su nombre, ya casi in extremis, al de sopranos como Leyla Gencer, Beverly Sills (con alcune licenze) o Montserrat Caballé, que han hecho grande este papel. Empezó su cavatina del primer acto con prudencia, pero su actuación fue siempre a más, desde su apremiante dúo inicial con Devereux hasta su tortuoso desplome final. Volumen y graves ya no pueden ser lo que fueron, pero ella logra inyectarles arte, convicción y, sobre todo, un respeto y una sabiduría belcantista forjada a fuego lento durante su carrera. Ancladas en la memoria quedan frases como “O rimembranza!”, “Io sono donna alfine” o “Non regno, non vivo”, que resumen por sí solas la esencia de su drama.

ROBERTO DEVEREUX

Música de Gaetano Donizetti. Con Mariella Devia, Gregory Kunde, Marco Caria y Silvia Tro, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Bruno Campanella. Dirección escénica: Alessandro Talevi. Teatro Real, hasta el 8 de octubre.

Al otro lado, Silvia Tro fue una soberbia Sara, ella sí con graves resonantes, espléndida dicción y fraseo de alta escuela. Gregory Kunde, ese cuerpo de Wotan con voz de Otello, cantó sobrado de medios y con un desparpajo que a veces redundó en perjuicio de la concentración expresiva o la credibilidad de su personaje, mientras que Marco Caria, el único que no debutaba en el papel, se situó en un nivel abiertamente inferior como duque de Nottingham, si bien sustituía en el último momento al magnífico e indispuesto Mariusz Kwiecien, que volverá al personaje en marzo en el Metropolitan de Nueva York. Como en La Fille du régiment hace unos meses, Bruno Campanella hizo sonar muy bien a la orquesta, que en sus manos no es nunca un comprimario en este repertorio que admira y conoce al dedillo. Deja cantar y arropa con tino a los solistas, sí, pero también hace oír su voz cuando es necesario. El italiano prima el claroscuro sobre la rotundidad o el desafuero, lo que casa con la puesta en escena tenebrista y poco intrusiva de Alessandro Talevi, poblada de sombras que metaforizan intrigas y secretos cortesanos. La inauguración de la temporada con una ópera así, en fin, a poco que se eche la vista atrás, tiene un fuerte dejo simbólico: por fin parecen caer embudos y vetos (y destempladísimos repartos) de la programación del Teatro Real.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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