La gente más honrada
El periodista Nacho Carretero documenta en ‘Fariña’ la historia de narcotráfico gallego: sus orígenes y el estado actual de sus capos
Durante años, Galicia fue la tierra en la que los padres pensaban de sus hijos que quizá lo mejor era que muriesen. Hubo mujeres que llegaban al hospital tras otra sobredosis de su hijo con un incómodo deseo en el cuerpo: “Que ocurra ya”. Y hombres a los que, tras ser avisados de que su descendiente amenazaba con suicidarse, suspiraban: “Que se suicide”. La vida de los jóvenes se iba por el desagüe y al cabo de los años sus padres comprobaban que ellos iban detrás. La frase que mejor lo define es la de Carmen Avendaño, presidenta de Érguete, la asociación de madres contra la droga que Laureano Oubiña descalificaba como “locas borrachas”: “A veces pienso que es mejor que se muera. Sufrimos un año o dos y luego la vida vuelve a ser normal”. Lo dice Adriana Ozores en la película Heroína, de Gerardo Herrero. “La película está bien, pero no la puedo ver. Hay una parte en ella en la que yo digo algo de mi hijo que me destroza escuchar. Lo acepté en el guion porque fue así, pero me niego a revivirlo”, le dice Avendaño al periodista Nacho Carretero (A Coruña, 1981), autor de Fariña, un concienzudo repaso de casi 400 páginas al narcotráfico gallego: sus causas, usos y costumbres.
Manuel Díaz González, Ligero, fue un hombre sin estudios que creció en los sesenta con el estraperlo y después con el contrabando del rubio americano. Pagaba las fiestas de su pueblo, A Guarda; creaba empleo y, por supuesto, tenía un equipo de fútbol, el Sporting Guardés. Tal carrera solo podía acabar en la política, y en 1987 fue elegido alcalde por Alianza Popular. Ya había pasado por la cárcel de Carabanchel tras una detención estrambótica: se tiró del coche en marcha y huyó corriendo, aunque volvieron a apresarlo. Como alcalde, Ligero dio su primera entrevista a Faro de Vigo. Lo hizo tras aclarar que él ya no se dedicaba al contrabando: le había cogido cariño a la ley. Pero en el calor de la conversación exclamó: “La palabra de un contrabandista es oro de ley. Es como el feriante que va a vender una vaca y se da la mano con el comprador. Y no hacen falta papeles. ¡Eso es Manuel Díaz!”. Más adelante pronunció la frase que Faro llevó al titular y que resume tres décadas de problemas en Galicia. Manuel Díaz González, alcalde de A Guarda: “Los contrabandistas son la gente más honrada que existe”.
Muchos años después, en 2003, Alberto Núñez Feijóo entró en el despacho de Fraga a contarle que en un registro en casa del narco Marcial Dorado se habían encontrado unas fotos suyas. Fraga hizo memoria y recordó a Ligero: “¿Sabe por qué le llamaban así? ¡Porque corría muy rápido delante de la Guardia Civil!”. Fraga y miles de personas más habían acudido al funeral de Ligero, que murió siendo alcalde de A Guarda. Fraga sabía lo que estaba pasando en la costa porque conocía el entramado tabaquero con el que tan buenas migas hacía su partido (el viejo Terito, el narcoabogado Vioque). Esa plataforma consentida y alentada por la comunidad desde la posguerra, cuando las pisqueiras (las primeras contrabandistas) pastoreaban vacas en la frontera y aprovechaban para pasar azúcar, café, arroz o telas, se había convertido con el tiempo en una máquina de muerte. Tras los productos básicos llegó el tabaco, y la estructura montada fue el origen de los grandes clanes de la droga; al arroz por tierra le sustituyó el rubio americano por mar, y las descargas de tabaco fueron sucedidas por la droga que estaba llenando de jóvenes los cementerios. La estructura era la misma: cambiaba el contenido de los fardos y las ganancias, que se multiplicaban por 10, por 15, por 20. Por 100.
Un día de 1988 Carmen Avendaño consiguió cita con Fraga. Llevó con ella 13 puntos para contar lo que estaba pasando en las rías.
–¿Se los digo uno a uno?
–No, no. Dígamelos todos seguidos.
Fraga escuchó en aparente estado de duermevela: la mano en la frente y la cabeza agachada. Cuando Avendaño terminó de leer, Fraga levantó la cabeza y apartó la mano: estaba llorando.
El alcalde de A Guarda a ‘Faro de Vigo’ en 1987: “La palabra de un contrabandista es oro de ley”
–¿De verdad está pasando todo eso?
Avendaño le cuenta a Nacho Carretero que los políticos no tenían la certeza de los verdaderos dramas familiares. El autor cree que eso es discutible. Recuerda la amistad del gran capo del tabaco, Vicente Otero, Terito, con el propio Fraga, que le puso la insignia de oro y brillantes de AP. “Cuesta creer que los gobernantes gallegos ignoraran la metamorfosis. Tal vez infravaloraron lo que estaba sucediendo. Tal vez el poder de los clanes era tan grande que preferían no meter mano en un negocio que, en aquellos años, repartía mucho dinero a mucha gente”, escribe el autor de Fariña. “En Galicia”, dice un juez en el libro, “no ha habido un solo partido que no haya sido financiado por los narcos. Ni uno solo”.
Fraga reaccionó exigiendo medios policiales y sanitarios en las rías. A Avendaño, militante del PSOE, le informaron años después de que el consejero de Sanidad le hizo a Fraga una apreciación nada extravagante en la política española: “Presidente, yo no sé si usted sabe que esta señora es de izquierdas…”. Fraga bramó: “¡Ya sé que es de izquierdas! ¡Y ojalá tuviéramos muchas como ellas en nuestro partido!”. Carmen Avendaño recuerda cómo se empezó a gestar la victoria contra los capos. Las madres asumieron primero que sus hijos no eran delincuentes, sino enfermos. Y organizaron dos ruedas de prensa en Vigo en las que por primera vez dijeron de corrido todos los bares en los que se vendía droga y los nombres y apellidos de trapicheadores. En lugar de denunciarlas, los camellos bajaron la cabeza a su paso y no les sostuvieron la mirada. Sus hijos les compraban la droga a ellos; las madres enterraban a sus hijos. Era una autoridad que aplastaba a quien se pusiese enfrente. Tiempo después, el jefe de la familia más violenta de Arousa, Manuel Charlín, entró en los juzgados con el cuerpo pegado al suelo para tratar de que no se le viese. Como un reptil, recuerda Avendaño. Porque estaban ellas encima para recordarles en los juzgados, en las comisarías y en las mansiones que los años de gloria social e impunidad habían terminado para siempre.
“La sentencia de la Operación Nécora fue una frustración”, recuerda una de las madres. “Pero ya nunca más volvieron a pasearse como antes”.
Fariña hace un recorrido lleno de datos y detalles con testimonios de jueces, policías, arrepentidos y capos. Llega hasta hoy, con los actuales jefes de las familias instalados en la paranoia, blindados y huyendo de la ostentación de los Miñanco y Oubiña, de los veinteañeros que después de su primera descarga compraban un BMW para pasearlo por el pueblo. Aquel paisaje del sur gallego: camareros poniendo cubatas con un Rolex gordo, hombres arando la tierra con un Mercedes de varios millones aparcado en la finca.
Unos años de locura que tenían correspondencia en las personalidades de los narcos: eran nuevos con la droga los consumidores, que no sabían usarla, y nuevos con el dinero los capos: creían comprada la voluntad de la democracia. Sito Miñanco, que financió una investigación para dar con la vacuna del cáncer a ver si eso le retiraba del negocio, cogió aire, cansado de tantas preguntas, y dijo mirando a los jueces de la Nécora: “Menos mal que yo no creo en la violencia porque si no os mataba a todos”. Miñanco había caído de la misma forma que lo haría una década más tarde: delante de las cartas náuticas, dirigiendo la operación él mismo rodeado de teléfonos satélite, incapaz de delegar en alguien de su poderosa organización. Tuvo una reacción para cada redada. En la primera dijo, lacónico: “Hostias, ahora sí que me trincasteis”. En la segunda, cuando le pillaron in fraganti tratando de desembarcar cinco toneladas de cocaína, Miñanco reconoció al policía que le esposó:
–Eloy, de esta te hacen comisario.
–Ya soy comisario, Sito.
–Pues entonces te van a llenar de medallas.
En el catálogo de citas de narcos gallegos en el momento de su detención reluce esta de Laureano Oubiña tras ser apresado dirigiendo una operación con seis toneladas de hachís: “Mi mujer me va a matar”. Oubiña no lo decía como marido en líos, sino porque ella dirigía la operación. Años después, esa mujer, Esther Lago, murió tras quedarse dormida al volante cuando iba a buscar a su hija a la salida de la discoteca. Eran las 2.30 y su todoterreno se empotró en una casa de la parroquia de Corbillón, en el municipio de Cambados (Pontevedra). La casa era, en realidad, el Centro de Escuchas de la Brigada de Estupefacientes de la Policía Nacional.
Babelia
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