Dueño de su oficio
Tras las sesiones de retratos, le gustaba comentar la jugada
— ¿Sí?
— ¿El Sr. Schommer, por favor?, respondí a través del telefonillo del portal.
— Sí, es aquí, sube.
Eran los últimos días de abril y EL PAÍS me había encargado coordinar una serie de retratos de candidatos políticos que iba a realizar Alberto Schommer. Muchas personas me habían advertido del carácter hosco del fotógrafo, por lo que le traté de usted cuando me abrió la puerta. “No me trates de usted, por favor, llámame solo Alberto”.
Le seguí hasta el salón. La madera del suelo crujía bajo nuestros pies a cada paso, como si fuera a romperse. Nos sentamos ante una mesa baja y me contó su proyecto de retratos políticos No oculto nada. Me sorprendió la minuciosidad con la que lo había diseñado; había realizado dibujos y bocetos de las fotos que quería hacer. “Ya he hecho unas pruebas”, dijo, “pero te voy a enseñar el estudio y hacemos una más”. En su lugar de trabajo, el antiguo comedor de la casa, todo estaba preparado: la luz alta, un fondo sobre el que se dibujaría un degradado, y su Hasselblad anclada a una columna. Le ayudé a enfocar, hicimos una prueba y corregimos la luz. “Ya está”, dijo, “esto no se vuelve a tocar”.
Y no tocó nada hasta que finalizaron las sesiones. Ni se midió de nuevo la luz, ni se volvió a enfocar. Estaba seguro de lo que hacía y se manejaba con enorme soltura entre el batiburrillo de trípodes, fondos y focos. Dirigía a los personajes con indicaciones claras y sus sesiones eran cortas. Doce fotos. “Haciendo más, el personaje se cansa, me canso incluso yo”, bromeaba mientras extraía el rollo de fotos de su Hasselblad con la habilidad de quien lo ha hecho miles de veces.
Me habían encargado ayudarle, pero apenas hizo falta. Pese a su avanzada edad, era dueño de su oficio. Hablábamos de fotografía, fotografía analógica, con la que se sentía cómodo y le parecía suave y envolvente; “la digital es ácida”, sentenciaba. Y hablamos también de su retrato favorito, el que le hizo a Andy Warhol envuelto en una bandera americana.
Alberto Schommer apenas sonreía. La tristeza había inundado su casa desde la muerte de su mujer, Mercedes Casla, en agosto de 2013. “Ni te imaginas cómo la echo de menos”, me dijo. Y añadió: “Ella me impulsaba a trabajar, pensábamos juntos los proyectos, ahora no tengo casi ni ganas”. Finalizamos las sesiones a mediados de mayo. Luego, Schommer me fue llamando cada día para comentar las fotos a medida que se fueron publicando. Y volvimos a hablar a comienzos del verano. Quería volver a retratar a Manuela Carmena, Cristina Cifuentes y Ángel Gabilondo. “Voy a hacer más fotos”, me dijo.
Tras las sesiones de retratos, le gustaba comentar la jugada. Charlábamos sentados en su rincón preferido, frente a una mesita baja repleta de libros de sus maestros: Avedon, Irving Penn, Steichen, Cartier-Bresson, Robert Frank... Desde hoy, ese rincón permanecerá vacío y sus maestros se sentirán un poco más solos.
Babelia
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