Como si hubiera muerto un niño
Carlos Sahagún falleció como había vivido: silenciosamente, quitándole importancia a su poesía y a su existencia
Carlos Sahagún ha muerto. Ni un renglón para hablarnos de ese gran poeta que reunía en su haber el Adonais 1957, el Boscán 1960, el Juan Ramón Jiménez 1974, el Provincia de León 1978 y el Nacional de Literatura 1980. Carlos Sahagún ha muerto como había vivido: silenciosamente, quitándole importancia a su poesía y a su existencia. No creía en nada o en casi nada, incluida su propia obra. “Estás loca”, me decía cuando le volví a publicar. Como si hubiera muerto un niño (Premio Boscán 1960) desgarrador y tierno como el mismo Carlos. Se aturdía con mi pretensión de volver a sacarlo a la luz. Manolo Romero lo trajo a la editorial y me habló de él. El entusiasmo de Manolo Romero nos hacía querernos y admirarnos los unos a los otros. Éramos una pandilla de amigos que escribían poesía, que amaban la poesía por encima de aspavientos y vanidades.
Así eran las tertulias y comilonas con las que nos reíamos del mundo y de la literatura de salones y academias. Lo de aquellos tiempos fue una aventura a través de la palabra. La vivimos acompañados de música y danza, recitales y largas cabalgatas a lomos de un rocín algo flaco, pero resistente a lluvias y enfermedades. Así fue nuestro caminar durante mucho tiempo, durante el cual se afianzaron lazos y amistades que han persistido a pesar de la muerte y las distancias.
Tras aquel primer encuentro volvimos a vernos muchas veces y a trabajar juntos en proyectos que a mí me entusiasmaban y a él le hacían gracia, le divertían y que, no cabe duda, le llenaban de ilusión, más por mi entusiasmo que por otras razones. Estuvimos juntos en el Ateneo de Madrid en la sección de literatura programando recitales y conferencias; en el grupo La Ortiga de acá para allá recitando por pueblos y teatros; en la isla de La Palma como jurado del premio de poesía Ciudad de Santa Cruz de La Palma; en mítines poéticos, revanchas literarias, entierros y homenajes. Juntos siempre con José Hierro en Nayagua, con Rafael Morales y Joaquín Benito de Lucas en Talavera de La Reina, con Claudio Rodríguez en paseos por un Madrid que nunca terminaba o terminaba en una esquina donde hablábamos durante horas. A Carlos le gustaba caminar. A él le gustaba, sobre todo, pasear por las viejas calles del viejo Madrid y por la Cuesta Moyano buscando libros que ya tenía o de ediciones raras que solo él descubría. Le gustaba escuchar las bromas de José Hierro, los recuerdos de Rafael Morales, las largas peroratas de Joaquín Benito de Lucas, y las historias que mascullaban Claudio Rodríguez y Eladio Cabañero en busca de un tiempo del que poco quedaba y del que solo ellos conservaban la memoria.
Le encantaba Canarias. Había sido profesor de Lengua y Literatura en Las Palmas y le seducía la idea de volver con frecuencia a visitar las islas. En alguna ocasión vino a verme a La Palma. Guardo algunas fotos de esos viajes (Carlos estrenando una cámara de vídeo; Rafael Morales columpiándose en Fuencaliente por primera vez en su vida; José Hierro tirándose por una ladera del volcán de San Antonio) y he vuelto a recordar aquella alegría que traspasaba la literatura y a Carlos mirándonos detrás de sus gafas, como si le asustaran los gritos o el miedo de otras voces que pudieran arrebatarle su silencio y sus largos paseos por la vida en general.
Elsa López, es poeta y editora.
Babelia
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