Final en la playa de Barcelona
En la Barceloneta, Don Quijote se batió en duelo con el caballero de la Blanca Luna. Y cayó derrotado
Amaneció por fin el aciago día en el que el valeroso hidalgo que cruzó a lomos de su caballo la mitad de la península Ibérica peleando con todo el que le salía al paso si no reconocía que su amada Dulcinea del Toboso era la mujer más bella sobre la faz de la tierra hallaría el final de sus aventuras en un lugar que jamás habría imaginado en su perdida aldea montieleña ni en sus noches de más febril fantasía: la playa de Barcelona, tan lejos de sus paisajes y de sus ensoñaciones.
Llevaba ya don Quijote varios días en la ciudad condal, “la flor más bella de las ciudades del mundo” y la capital ya en aquellos tiempos de un invento, la imprenta, que tanto le fascinaba por salir de ella los libros que leía en su apartada aldea y en los que conoció a todos los caballeros que le habían precedido en la historia y que le llevaron a convertirse él mismo en otro, cuando se presentó ante él uno que le desafiaba a batirse en duelo allí mismo, en la playa de la Barceloneta, frente por frente del puerto. ¿Cómo imaginar ahora, viendo la playa llena de turistas, de chiringuitos, de tenderetes, y rodeada de rascacielos, a don Quijote “armado de todos sus armas”, que con todas había salido a pasear según Cervantes (“porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos”), mirando venir hacia él a un hombre a caballo “armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente”? ¿Cómo reconstruir siquiera la escena esta mañana de julio en la que la Barceloneta estalla de bañistas, la mayoría de ellos extranjeros, en la que los dos caballeros se retan a duelo al lado del mar si ninguno de los dos accede a reconocer a la dama del otro como más bella, “sea quien fuere” dice el de la Blanca Luna (que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco disfrazado, como antes lo hiciera ya de Caballero de los Espejos, incluso del Maese Pedro que con un mono que hablaba intentó en una venta cercana a la cueva de Montesinos convencer al de la Triste Figura de que volviera a su aldea, y que ha llegado hasta Barcelona con el mismo fin), algo que a don Quijote dejó “suspenso y atónito”, y cómo imaginar, en fin, la pelea que sobre la misma arena del mar libraron en presencia del “visorrey” don Antonio Moreno —el amigo del bandolero Roque Ginart que había acogido en su casa a don Quijote— y de otros varios caballeros que en seguida se acercaron a la playa avisados por los vigías de la ciudad contemplando, como yo hago en este momento, el mar de cuerpos desnudos que ahora se tuestan al sol ajenos al episodio que aquí se vivió hace siglos y que posiblemente sea el más triste de todos los que al ingenioso hidalgo de La Mancha le tocó vivir: “Agradeció el caballero de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea (como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían), tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que le diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo: —Vencido sois, caballero, y aún muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío…”?
La historia sigue, como se sabe, con don Quijote aceptando éstas (todas menos que su Dulcinea no era la dama más bella del mundo) después de que el de la Blanca Luna se negara a quitarle la vida, como le solicitó (“puesto que me has quitado la honra”, le dice), y con la novela corriendo hacia su final con don Quijote y Sancho volviendo a su aldea tras recuperarse el primero de los golpes, pero esto a nadie interesa ya entre los cientos, miles de personas, que se bañan o juegan a la pelota o a perseguirse en el mismo lugar donde don Quijote fuera derrotado hace cuatrocientos años una mañana como ésta, llena de luz y de felicidad.
“¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse”, resuenan, sin embargo, todavía sus palabras sobre el mar.
Babelia
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