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Una de batallas

Balas, abejas y chapuzas detienen una invasión

En Tanga, en África oriental, los alemanes consiguieron derrotar en 1914 a una fuerza británica muy superior

Jacinto Antón
Los 'askaris' hicieron posible que los alemanes ganaran la batalla de Tanga.
Los 'askaris' hicieron posible que los alemanes ganaran la batalla de Tanga.

La batalla de Tanga no podía faltar este verano, como broche de la serie. Es cierto que su nombre de resonancias festivas, que en realidad se refiere a la localidad costera tanzana en la que se desarrolló -el segundo puerto en importancia de la entonces África Oriental Alemana- y no a la sucinta prenda, contrasta con el dramatismo de un enfrentamiento que dejó centenares de muertos pudriéndose rápidamente en el clima tropical. El combate (del 3 al 5 de noviembre de 1914) fue librado con sorprendentes meteduras de pata por el mando británico, que mostró una ineptitud militar comparable a la que llevó a la célebre Carga de la Brigada Ligera en Balaclava durante la guerra de Crimea.

En Tanga, la batalla más famosa en ese singular escenario secundario de la I Guerra Mundial que fueron las colonias europeas del Este de África, especialmente las actuales Kenia y Tanzania, se produjeron cosas tan insólitas como que un ejército no supiera desembarcar, que enjambres de abejas enfurecidas tuvieran un papel similar al de las ametralladoras y que un inepto corneta alemán, en la más pura tradición del Peter Sellers de las escenas iniciales de El guateque, tocara por error retirada en lugar de al ataque, impidiendo que la victoria de su bando fuera completa.

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Tengo un flaco por este frente remoto de la Gran Guerra en el que la guerra, aunque sin alambradas y trincheras, no era menos guerra ni menos terrible –las penalidades de los africanos usados como carne de cañón y medio de carga fueron espantosas: 44.500 porteadores murieron solo en el lado aliado-, pero se mezclaba con la aventura y dejaba lugar para la iniciativa individual de una manera que ya no era posible en Verdún o el Somme. En África del Este tuvieron lugar episodios como la batalla por el lago Tanganika librada entre las fuerzas de la marina del Káiser y las cañoneras británicas Mimi y Toutou, que inspiró La Reina de África (la novela de Forester y la consiguiente película de John Huston), la peripecia del crucero Könisberg, escondido como un cocodrilo de hierro en el laberíntico delta del Rufiji, o la del dirigible sorprendentemente enviado a los cielos africanos.

El paisaje, el clima y la fauna obligaban a luchar de otra forma, un ambiente digno de las novelas de Rider Haggard: un coronel inglés señaló que era como combatir “en medio de un j… zoo”. Las patrullas se encontraban con leones (uno se comió a un hermano del Secretario de Exteriores británico sir Edward Grey mientras estaba de servicio) y leopardos, a la que te descuidabas se te metían un milpiés venenoso, una víbora sopladora o una cobra en la tienda, las jirafas cortaban los cables del telégrafo y es célebre la ocasión en que un rinoceronte detuvo un combate cargando primero contra un bando y luego contra el otro. Por no hablar de la malaria, la mosca tsé-tsé y demás pestes.

En ese peligroso mundo se movía como pez en el agua el gran triunfador de Tanga, el teniente coronel tuerto Paul Emil Von Lettow-Vorbeck (1870-1964), uno de los personajes más legendarios de toda la I Guerra Mundial, el Hindenburg de África. Había luchado en la rebelión de los Boxers en China (el escenario de 55 días en Pekín) y en el África Oriental alemana (Namibia) contra los herero. Entendió enseguida que la colonia alemana –del tamaño de Alemania y Francia juntas, fronteriza con cinco potencias enemigas y dotada de escasísimos medios- no podía hacer una guerra convencional ni esperar ayuda de la patria (estaba tan incomunicado que la noticia de la muerte de su hermano, caído en Francia, le llegó un año después y la de la concesión de la medalla Pour le Mérite, el Blue Max, la más alta condecoración imperial, se la dio por carta su enemigo, el general Smuts, felicitándole de paso muy deportivamente).

Así que optó por las guerrillas: destacamentos muy móviles integrados por askaris (soldados nativos) bien instruidos y mandados por oficiales blancos, que atacaban en cualquier lugar y luego desaparecían en el desierto o la jungla. Una de sus especialidades era el ataque a las vías férreas de manera similar a lo que hacía al mismo tiempo en su arenoso escenario Lawrence de Arabia. “Para ganar hay que arriesgarlo todo”, decía, y “lo imposible puede lograrse si el esfuerzo se sostiene con determinación”, que suena así como a las COES. Su objetivo principal fue distraer fuerzas que el enemigo podía haber empleado en otros frentes más decisivos de la guerra. Y lo consiguió con creces.

Es difícil no sentir cierta simpatía por Von Lettow-Vorbeck, que, con sus escasas tropas –nunca más de tres mil alemanes y 11.000 africanos (askaris y ruga-ruga, mercenarios)- tuvo en jaque a 137 generales y 300.000 soldados enemigos, no se rindió hasta dos semanas después del Armisticio en Europa, sin haber sido derrotado decisivamente nunca, y fue admirado por sus contrincantes a la manera que lo sería luego Rommel: si este era el “zorro del desierto”, al jefe de la Schutztruppe (Fuerza de Protección) se le conocía como Der Löwe von Afrika, “el león de África”.

Trató de librar una guerra limpia, lo cual, claro, es imposible: se acusó a uno de sus oficiales, el teniente Cutsch, de quemar vivo a un herido británico y en una ocasión se le presentaron guerreros wassukuma de la colonia alemana con las cabezas de 96 masais, que luchaban a favor de los británicos. Fue amigo de Karen Blixen (y eso que Denys Finch Hatton luchaba en el otro bando, en los Cole’s Scouts, que camuflaban a sus caballos pintándoles rayas para que parecieran cebras) y, aunque participó en la supresión de los espartaquistas y en el putsch nacionalista de Kapp, envió literalmente a la mierda a Hitler cuando este le propuso ser su embajador en Inglaterra (visto lo cual resulta sorprendente que viviera hasta casi los 93 años).

A mí, sin embargo, Lettow-Vorbeck no me cae muy bien. Tiene esa manera científica de ver la guerra, digna de un depredador profesional, como la de Jünger, pero sin su talento como escritor. Sus memorias (1920) son aburridísimas, sucesiones de combates con solo algunos breves pasajes interesantes, como en el que destaca que es mejor el sabor de la grasa de elefante que la de hipopótamo (a ambas bestias las cazaban sus tropas para alimentarse). Además llamaba muy en el espíritu de la época a los askaris de la Schutztruppe “nuestros bravos negros” haciendo gala de un paternalismo colonial insufrible.

Por encima de todo, no le perdono a Lettow-Vorbeck que uno de sus hombres, un francotirador, matara en enero de 1917 en Beho-beho de un certero disparo a uno de mis héroes, Frederick Selous, el gran explorador , naturalista y cazador, cuya estatua con su sombrero y rifle en el Museo de Historia Natural de Londres siempre acudo a saludar –y que probablemente retirarán un día de estos, como al viejo diplodocus del vestíbulo, a causa de la actual campaña contra la caza mayor-. El alemán hace mención del episodio en sus reminiscencias deplorando ciertamente la muerte del viejo white hunter que se había enrolado a los 63 años como scout para luchar por su país y que era bien conocido y apreciado incluso entre los alemanes, señala Lettow-Vorbeck, “por sus encantadoras maneras y sus excitantes historias”, lo que no le libró, desde luego, de que le pegaran un tiro.

Los alemanes “abrieron el baile”, como explica el historiador Edward Paice en su espléndida Tip & run (2007), con un osado ataque a la vecina colonia británica, aunque de pequeño formato. Por su parte el otro bando preparaba un ambicioso desembarco en Tanga, un coqueto pueblecito portuario con casitas de estilo báltico pero rodeado de cocoteros, que podría abrirle la puerta de la colonia rival. El contingente destinado a ello era la Fuerza Expedicionaria India B, compuesta en buena parte de fuerzas indias muy mediocres e inexperimentadas. Los 8.000 soldados, que hablaban hasta 12 lenguas diferentes (Gran Bretaña había rebañado el plato humano de su colonia india), llegaron además a la costa africana directamente desde el subcontinente, sin haber abandonado en ningún momento los abarrotados 14 transportes, debilitados por el mareo y la disentería, y tras una travesía larga (algunas unidades llevaban a bordo un mes entero) y agotadora.

Al mando estaba –contrastando con la pericia de Lettow-Vorbeck- el incompetente general Arthur Aitken, de caballería, que metió la pata en todo lo que pudo. La operación anfibia parecía sencilla: aunque las tropas no fueran la repanocha (el inefable Richard Meinertthagen, que estaba presente como capitán de Inteligencia, los calificó de “lo peor de la India”) superaban en 8 a uno a lo que podían oponer los alemanes (unos 800 rifles), sin contar con que los británicos contaban con el apoyo de los cañones de un crucero. Pero los asaltantes perdieron el efecto sorpresa –los diarios de Nairobi publicaron la noticia de la invasión antes de que se produjera-, tardaron inexplicablemente dos días en desembarcar (y eso tras dar antes un ultimátum a los alemanes, para acabarlos de poner en alerta), haciéndolo además en lugar de en las bonitas playas de Tanga en Ras Kasone, un apartado manglar infestado de mosquitos y serpientes venenosas que requería una larga marcha hasta el objetivo.

Von Lettow-Vorbeck dispuso de todo el tiempo del mundo para reunir sus escasas fuerzas y disponerlas del mejor modo posible para la defensa del enclave. Al avanzar los derrengados y asustados indios –a los que les habían explicado que los askaris alemanes eran caníbales- se encontraron con el fuego cruzado y mortífero de las ametralladoras enemigas ocultas en la maleza. Por una vez eran los otros los que tenían las Maxims y los británicos no, pues se juzgaba que las ametralladoras eran armas demasiado caras para los indios y los hacía poco proclives a la ofensiva. Aitken, que se dedicó a leer una novela a bordo -y no se vea esto como una crítica a la lectura de novelas sino a hacerlo mientras diriges un desembarco-, no dispuso ninguna misión de reconocimiento, con lo que sus tropas, lanzadas en oleadas, chocaron a ciegas con el enemigo, mientras que el propio Lettow-Vorbeck se paseó audazmente en bicicleta disfrazado de pescador tras la líneas enemigas y en las zonas de desembarco.

Varias unidades indias se desmoronaron y huyeron. Meinertzhagen, un espíritu sensible, mató él mismo a un oficial del 13 º de Rajputs que escapaba presa del pánico, para que no lo contagiara a sus hombres. Al día siguiente los británicos organizaron un nuevo ataque con unidades mejores, incluidos gurkhas y los fusileros de North Lancashire. Pero Lettow-Vorbeck había colocado muy bien a sus compañías de Schutztruppen tras una línea de defensas que incluía trampas con estacas afiladas. Lo que siguió fue una lucha muy dura, cuerpo a cuerpo, en la que murió uno de los mejores oficiales alemanes, el capitán Tom von Prince, de padre escocés y que se había granjeado ya el fabuloso sobrenombre de Bwana sakarini, el Salvaje. Aitken cometió otro error al no ordenar apoyo de los cañones del crucero a sus hombres.

La acción acabaron ganándola los alemanes y a ello ayudó, según la leyenda, el ataque de enjambres de furiosas abejas africanas, cientos de miles, de picadura muy dolorosa, que brotaron de sus colmenas agitadas por la lluvia de disparos. La ofensiva de las abejas –“adiestradas” por los alemanes- habría contribuido a la nueva huida de los británicos, aunque en sus memorias Lettow-Vorbeck afirma que por supuesto no hubo partidismo alguno en el ataque de los insectos, que les picaron igual a ellos que al enemigo y “de hecho pusieron fuera de servicio a las ametralladoras de una de mis compañías”. En realidad fueron éstas, las ametralladoras, las que barrieron en última instancia a los británicos, que tuvieron más de 800 bajas entre muertos, heridos y desaparecidos (incluidos 31 oficiales muertos), el 15 % de la fuerza invasora, que regresó a sus barcos y levó anclas rumbo a Mombasa con una velocidad impresionante visto lo que habían tardado en desembarcar. Los alemanes sufrieron 125 bajas.

Las cosas hubieran ido aún peor para los invasores de no haber sido por el corneta askari alemán que tocó Sammeln, retirada, en vez de avance y que hizo que en lugar de hostigar las tropas de Lettow-Vorbeck al enemigo vencido retrocedieran disciplinadamente a sus puntos de reunión.

Tanga ha quedado como un nombre ominoso para los británicos –al menos para los que saben de historia militar-. El comportamiento posterior de Aitken estuvo a la altura del que tuvo en la batalla: trató de echarles las culpas a sus pobres soldados y pidió que se devolviera a casa deshonradas a las tropas indias que habían fallado. Pero no logró evitar que se le relevara del mando y se le tachara de incompetente. El equipo abandonado en las playas por los británicos, incluidos 445 rifles modernos, 8 ametralladoras y medio millón de cartuchos, permitió a Von Lettow-Vorbeck mantener a sus Schutztruppe en campaña un año entero sin necesitar suministros.

Safari oscuro

El peso de la guerra en África del Este, librada nominalmente por las potencias europeas, cayó en realidad sobre las espaldas de los africanos. Eran negros tanto los askaris de las Schutztruppe alemanas como los de los King's African Rifles (KAR) británicos –mandados eso sí por oficiales blancos-, y también los millares de porteadores que debían acarrear los pertrechos de ese gran safari oscuro que fue la guerra. Se calcula que murieron más de 100.000 africanos. El reconocimiento a su esfuerzo fue muy lento y para lograr algún subsidio años después los viejos askaris alemanes debían probar su servicio empuñando un rifle y realizando la instrucción mientras se les impartían las órdenes pertinentes en alemán.

La noticia de que Alemania y Gran Bretaña estaban en guerra fue recibida en agosto de 1914 con cierta estupefacción: los colonos blancos de ambas potencias no tenían malas relaciones sino al contrario y en realidad la política militar colonial estaba dirigida a suprimir las revueltas de sus propios nativos y no a atacar a los vecinos europeos. De la ignorancia general de la geopolítica da muestras el que en Nairobi un turco se alistara en las fuerzas coloniales sin que nadie cayera en la cuenta de que Turquía luchaba en el otro bando. Todo era en realidad muy extravagante –como muestra la estupenda novela de William Boyd, Como nieve al sol- en una región en la que el Kilimanjaro había quedado en el lado alemán porque –se decía- la Reina Victoria estaba apenada de que su sobrino el Káiser no tuviera ninguna montaña nevada en su colonia y se lo había cedido como regalo de cumpleaños.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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