Fernando León se va a la guerra
El director estrena ‘Un día perfecto’: una tragicomedia en el horror de los Balcanes con Benicio del Toro y Tim Robbins
El arte sirve, entre otras cosas, para destacar el valor del sentido común frente al absurdo. Fernando León de Aranoa (Madrid, 1968) parece haberse aplicado esta máxima para contar un conflicto como el de los Balcanes desde el primer plano de su negra e inquietante película Un día perfecto. El cadáver de un anónimo prominente, transformado en pesado trozo de carne, se eleva hacia la luz tirado de poleas desde un pozo de agua oscuro como el rastro inmóvil de los cuervos.
A partir de ahí, León de Aranoa traza su viaje hacia la sinrazón guiado más por la simbología de los objetos y los animales que por cualquier otra ley. Mediante la fuerza de un balón capaz de alcanzar mayor sentido que el de los pactos entre instituciones supranacionales. O confiado en la brújula de las vacas sobre un sendero que esquive minas, mientras sufre el hedor del agua contaminada, cuando ésta únicamente cuenta con la fuerza del principio de Arquímedes para purificarse…
El drama en primera persona
Algunos actores de la película, como Fedja Stukan, vivieron el conflicto en primera persona y ofrecieron sus recuerdos sobre el campo de batalla hasta para documentar al equipo acerca de las pintadas: “Algunas contenían tal humor negro que no nos atrevíamos a reflejarlas: ‘En Ruanda están peor’, por ejemplo. Fedja nos lo resumía perfectamente: cuando pasas cuatro días en el frente y luego 15 fuera esperando el regreso, lo que quieres es comer, beber y acostarte con alguien antes de volver a sentir el miedo paralizante”. Morir viviendo, de alguna manera. “Cuanta más destrucción te rodea, más necesidad de vida sientes. Y la vida es risa, sexo, la parte lúdica que te permite flotar en medio del horror”.
Después queda sobre la pantalla ese póquer de estilo que aplica el cineasta. Su juego malicioso, consistente en hacerte sentir que puede o no ocurrir cualquier cosa, pero jamás cuando lo esperas. “Generar expectativas para no cumplirlas o sí. Cuando pretendes que gire a la derecha, tuerzo a la izquierda. Puede parecerte absurdo, pero es absolutamente coherente con lo que retrata la película”.
En Un día perfecto, Fernando León regresa a la ficción tras cinco años de ausencia desde su anterior película, Amador. Lo hace logrando esa sensación de incomodidad que te ata a la butaca pero al mismo tiempo te provoca querer salir corriendo del cine. “Quería trasladar un peligro permanente mezclado con humor, un manejo de la historia que no te deje tranquilo porque sabes que puede pasar algo a cada rato. Un viaje desde el espacio más punk y desinhibido hacia la oscuridad”.
Para ello recurrió al aliento romántico atravesado por la hiriente realidad de unos cooperantes encarnados por estrellas internacionales como Tim Robbins, Benicio del Toro u Olga Kurylenko. Voluntarios en una escombrera, que tratan de esquivar la sinrazón sobre el terreno sembrada a partes iguales entre contendientes, ventajistas sin escrúpulos y mediadores internacionales.
La clave reside en el tono. En un sabio recochineo ante el drama, que emparenta más con La vaquilla que con Apocalypse Now. “A los actores les atraía el contexto, el grupo de trabajadores humanitarios y la actitud menos reflexiva, nada conmiserativa de la historia. Hubiese sido un error hacerlo de otra forma. Resultaría muy fácil pasarse y plantear una película hagiográfica sobre cooperantes”.
Para colocarles en situación, el director contó con su experiencia sobre el terreno y con los amigos que hizo en los Balcanes cuando rodó algunos documentales en el año 1995. También con la aportación y el punto de partida que le dio Paula Farias, autora de Dejarse llover, la novela en que se basa el guion de Un día perfecto. “Los senté con cooperantes de confianza, resultó apasionante, qué pena no haberla filmado. Les regalaron un disparate de anécdotas salvajes que incluían drama permanente con risotada final. Esa cuota de inconsciencia que te ayuda a resistir desde dentro”.
El cruce entre lo imperceptible y la confusión es lo que más sorprendió en su día a Fernando León en pleno conflicto bosnio: “Una de las cosas que me traje de aquel viaje fue la percepción de un laberinto, de un lugar donde resulta muy difícil ordenar nada. Frente a otras cosas que esperas, el drama, el horror, la impotencia, asoma por todas partes. No necesitas ir para imaginártelo. Pero la confusión permanente, el no saber qué pasa, comprobar que los propios protagonistas no entienden qué ocurre, fue lo que más me impactó".
Por eso no se podía permitir el lujo de mostrarse infiel al latido de la propia historia. De ahí surgió esa necesidad de coherencia a la hora de armar la película. Una obra aderezada con ese tono y los resquicios de lógica que le aportan el contundente y sutil minimalismo de una mujer conduciendo ganado o la tozuda necesidad de un niño a la hora de aferrarse a un balón.
La película trata también de los desvíos truculentos de lo asentado: escarnios que quedan a expensas de las bestias mediante la fuerza y la ausencia de autoridad que les colocan otros en bandeja. Cuando un desaguisado parece a punto de arreglarse, llega Naciones Unidas y lo pone todo patas arriba de nuevo. “Un lugar donde la mujer que se ocupa de guiar a las vacas en medio de campos que puedan estar preñados de minas representa todo un ejemplo de sentido común. La primera víctima en cualquier conflicto humano, lo que inmediatamente salta por los aires, es la razón”.
Este grupo de cooperantes trata de recomponer el caos en un lugar de Europa marcado por el mito de Sísifo desde la I Guerra Mundial. La piedra que asciende la montaña puede ser ese cadáver sacado del pozo en el primer plano, que ya nubla de absurdo toda la película: “No es que el agua discurra corrompida, queda podrida la lógica. Unos actúan por odio, otros por miedo, todos disponen de una buena razón para no colaborar. La guerra es esa enfermedad que convierte a los hombres en niñatos caprichosos”.
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