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PATIO DE COLUMNAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pensión

A los 17 me fui del pueblo a una ciudad más grande. Alquilaba una pieza en una pensión. Éramos pocos los estudiantes, el resto, muchachos apenas mayores que nosotros, en libertad condicional, tratando de hacer una vida más o menos decente; dos prostitutas muy jóvenes; un matrimonio de gitanos y pensionistas en tránsito, gente que tenía familiares internados en el hospital, a un par de cuadras de allí.

El Alberto había sacado de la cárcel los tatuajes mal hechos, con aguja de coser y tinta de birome. Era un chico alto y de buen cuerpo, con el pelo enrulado. Soñaba con ser boxeador, pero mientras, se hacía unos pesos levantando viejos ricos en un bar del centro. Dos por tres caía con ropa nueva, alguna cadena de plata, un reloj… chucherías que le regalaban sus amantes. A la hora de la siesta, el Alberto entrenaba en el patio. Yo estudiaba y a cada rato levantaba los ojos de los libros para mirarlo hasta que me quedaba solamente mirándolo hacer guantes con su sombra. Era un buen chico. Me decía que alguna vez me iba a llevar de paseo por la peatonal para que todos vieran que además de viejos chotos, él podía llevar a una chica linda del brazo. Nos reíamos del chiste, pero, en el fondo, yo esperaba que alguna vez cumpliera su amenaza.

Con los otros estudiantes nos juntábamos en la pieza a jugar a las cartas. Ellos me habían enseñado. Alguna noche, si había hecho buena plata durante el día, se sumaba la Hilda, una de las putas, y traía pizza y cocacola para todos.

A la dueña de la pensión no le gustaba vernos mezclados a los que íbamos a la universidad con todos los otros que ella ya daba por perdidos. Se llamaba Estela y era una vieja de mierda.

Entre los estudiantes había uno que me inquietaba. Un chico de ciencias económicas que decía que se le aparecía la virgen, que a veces se despertaba y veía la habitación en llamas y a nuestra señora flotando en el vano de la puerta. Dos o tres veces me contó que había soñado conmigo. Te soñé anoche abrigada con el manto de María. O: te soñé y había olor a rosas. Yo le sonreía y me iba despacito caminando para atrás, con miedo de darle la espalda. Caminando para atrás, pisándole los cabellos a la virgen.

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