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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El escaso prestigio de Zunzunegui

El autor se quedó entre la sociedad burguesa que criticaba y la clase media

Es un tópico repetir que Juan Antonio de Zunzunegui (Portugalete, 1901-Madrid, 1982) tuvo fama de gafe. Fuere lo que fuere, lo que resulta evidente es su carencia de prestigio. La cuestión del prestigio literario es bastante misteriosa. Poco tiene que ver con la calidad intrínseca de la obra; ni siquiera con la venta de los libros. Es una especie de nube de silencio que se cierne sobre el escritor, sin que nadie lo niegue pero, también, sin que nadie lo tenga en cuenta.

Zunzunegui tuvo, sin embargo, una presencia importante durante los años 40 y 50 del pasado siglo hasta el punto que, pese haberse iniciado en el decenio anterior a la guerra civil y haber recuperado la narración realista junto a su coetáneo Ramón J. Sender, no se lo considera habitualmente miembro de la generación del 27, sino autor de la primera posguerra. Obtuvo dos veces el Premio Nacional de Literatura, por La úlcera (1948) y por El premio (1962), además de otros galardones, como el Fastenrath, (1943), de la Real Academia Española. Era requerido con frecuencia para que opinase sobre la vida literaria, y sus novelas se sucedieron una tras otra hasta hacerlo merecedor de un sillón en la RAE el mismo año, 1957, que Cela. Sucedió a Pío Baroja, vasco y realista, que había sido precisamente el patrón por el que midiera su propia narrativa y sobre quien pronunció su discurso académico.

Su descrédito no puede argumentarse porque fuese un escritor surgido de la España vencedora en la guerra civil, pues otros también lo fueron y resistieron al tiempo (Cela, Torrente), ni porque su obra se alejase de los problemas reales, pues en 1956 defendía con fuerza la necesidad de una novela social. No se tiene en cuenta cómo fue castigado por la censura ni su distanciamiento paulatino del franquismo. EL PAÍS, en la necrológica, recordaba cómo Zunzunegui pidió públicamente la abstención en el referéndum de 1966 e, incluso, llegó a decir que no merecía respeto un régimen que trataba a los escritores como carreteros.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en El gatopardo (1958), plantea la decadencia de la aristocracia italiana. Dos años antes, Manuel Halcón, director de Zunzunegui en la revista militante Vértice, trató la misma descomposición aristocrática, referida a España, en Los dueñas. Zunzunegui retrata, por su parte, la decadencia de una burguesía que habría tenido la obligación de gobernar y modernizar el país, pero hizo dejación de su responsabilidad para propiciar la llegada de arribistas de todo tipo. El régimen de Franco habría constituido esa sociedad de corrupción y trampa por encima de los valores tradicionales de la burguesía. La novela que más le gustaba a su autor, El mundo sigue (1960), adaptada tres años más tarde por Fernando Fernán-Gómez, o La vida como es (1954) muestran precisamente la miseria, material y moral de la sociedad española de aquellos años. Pero si Zunzunegui no se atreve a las grandes denuncias, tampoco era ya el momento de hacerlas, cuando las clases medias se imponían sobre la burguesía tradicional cuya moral, por otra parte, el novelista acaba siempre expresando con discursos más sentimentales que agrios.

Se quedó encerrado entre una sociedad burguesa a la que criticaba y unas clases medias que ya no le entendían y que, de responder a alguna literatura, sería a la novela de la tercera vía (Bosch, Prieto) o al realismo crítico de la nueva generación (Fernández Santos, Juan Goytisolo, Martín Santos…). Pese a algunos atrevimientos formales, el prestigio de la novela de Zunzunegui decayó rápidamente, tal vez porque no hemos sabido leerla bien.

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