Dietario de julio
Prestigio de lo negativo. Para cierta gente, una obra que acaba bien es “conformista y blanda”. Si acaba mal, es “un lúcido diagnóstico”.
Elaine Stricht contaba que la noche del estreno de Frankie y la boda, en 1950, estaban todos muertos de miedo menos el pequeño Brandon de Wilde, que debutaba a sus siete años y corría por el pasillo, dando saltos y riendo y golpeando en cada puerta (“¡Empezamos! ¡Venga, que empezamos!”), y ella tenía una gran nostalgia de no haber sentido nunca aquella alegría, aquel fervor inocente. “Pero nunca es tarde”, añadía al recordarlo, a sus 80 años.
A los alumnos de crítica: Hay que ser generoso con los adjetivos. Os he visto reír a carcajadas durante la función. No digáis ahora que es “una tontería”. Si reísteis, es que la comedia funcionaba. Si funcionaba, es que el texto y los actores eran buenos. Si eran buenos, hay que aplaudirles por escrito. No son solo “correctos”, “dignos” ni “solventes” (horrible palabra para un artista). No hay que tener miedo de utilizar calificativos como “estupendos” o “sensacionales”.
Carta de Juan Mayorga con esta gran frase: “Un texto clásico, mil veces escuchado, puede parecernos intensamente nuevo y salvaje: un gran actor lo reescribe sin cambiar una palabra”.
Jules Renard cuenta que, en su tiempo (principios del siglo XX), antes de salir al escenario, las actrices rezaban esta plegaria, tan lacónica como certera: “Mon Dieu, faites-moi la grâce de bien jouer” (“Dios mío, concédeme la gracia de actuar bien”).
Charlo con una actriz a la salida de su función. Lo de “charlo” es un decir. Tengo un problema con la timidez ajena: me lanzo a hablar y hablar para cubrir su silencio, que se acrecienta, y así no hay quien eche nada al zurrón. (Informativamente, se entiende). Mira que llevo años en esto y parece que no aprendo.
David Hare: “La división en cuatro actos era la estructura favorita de Chéjov, Ibsen y O‘Neill, y la que mejor les permitía plasmar el paso del tiempo, no solo lo que sucedía en cada acto, sino, sobre todo, entre cada uno de ellos”. (Meditar acerca de si es cierto eso).
Una tentación frecuente en los artistas: tratar de hacer coincidir la propia decadencia con la del mundo que les rodea o la del arte que practican.
La clausura del amor, de Pascal Rambert, en el Lliure (y en noviembre, reserven ya, en el Canal). Durísima, feroz, apasionante, extenuante. Ecos de Strindberg, de Koltès, de Maurice Pialat. Las interpretaciones de Israel Elejalde y Bárbara Lennie solo pueden calificarse de sísmicas: nadie sale indemne. El término “dejarse la piel” se inventó para intensidades como esta. A la vuelta se lo cuento.
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