Misterio en la habitación 2121
Una de las sorpresas del Grec ha sido Soeurs, de Wajdi Mouawad, en el Lliure. Tras las épicas Incendies y Ciels, Mouawad optó por una clave íntima, un “ciclo familiar” que comenzó con Seul, centrado en la figura del hijo, seguirá con Frères y acabará con Père et Mère. La novedad es el formidable registro de comedia de Soeurs, deudora de Lepage, el gran patrón del teatro canadiense, pero con inesperados ecos de Neil Simon, hasta el punto de que podría haberse llamado Ottawa Suite.
Geneviève, una abogada brillante, mediadora en conflictos internacionales, sufre una triple crisis (familiar, profesional y existencial) en vísperas de viajar a Malí. Atrapada por una tormenta de nieve en un hotel de superlujo en Ottawa, una nevera parlante (e insultantemente anglófona) detonará un estallido de caos y furia: una larga escena equiparable al action painting de Seul pero con muy superior carga dramática y humana.
La primera hora de Soeurs habría sido una función soberbia por sí sola, pero la obra sigue, con un giro sorprendente. Geneviève parece haberse esfumado, borrada por su propia tormenta, como su hermana adoptiva, a la que perdió cuando eran muy pequeñas. Como nacida de esa pérdida llega un nuevo personaje, Nayla, de origen libanés, experta en siniestros de una aseguradora. Advertimos vínculos subterráneos. La madre de Geneviève nació en una comunidad francófona; el padre de Nayla es libanés: el idioma y el territorio, esas dos patrias. Y, como en El palacio de la luna, de Auster, hay una cueva de la que se emerge para renacer.
La magia de Soeurs radica en que Geneviève y Nayla (inspirada, por cierto, en la propia hermana de Mouawad) están interpretadas en un rotundo tour de force por la misma actriz, la descomunal Annick Bergeron, coautora del espectáculo que, rizando el rizo, se desdobla (en pantalla) en una criada aterrada, en la intolerante supervisora del hotel y en un cómico agente de policía. Cuando Nayla entra en el juego, ya intuimos que tendrá lugar un encuentro entre esas dos hermanas metafóricas, aunque a menudo la memoria crea lazos más estrechos que la sangre. ¿Cómo resolver ese escollo en el escenario sin recurrir a la imagen filmada? Eso no se lo voy a contar porque es muy posible que la función gire por otras ciudades: solo diré que se solventa con mucho ingenio, y con un invento sencillo y eficacísimo digno de Alan Ayckbourn. Annick Bergeron, que durante ciento treinta minutos pasea con arte de funámbula por la tensa cuerda que enlaza ligereza y emoción, lidia con ese doble reto, hasta el punto de que cuando sale a saludar muchos esperamos la aparición de “la otra actriz”, la habitante del otro lado del espejo.
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