Una evocación de Heinrich Böll
El escritor Fernando Aramburu rememora al Nobel de Literatura, en los 30 años de su muerte. No le gustaba que lo llamaran “la conciencia moral de Alemania”
Heinrich Böll falleció un 16 de julio de hace treinta años. Recibió un entierro multitudinario, con asistencia numerosa de gente de viso y una nutrida representación de políticos. Los Verdes, a los que se acercó en el tramo final de su vida, se acordaron tiempo después de él y pusieron el nombre del escritor a su fundación.
Una tenue niebla de olvido envuelve hoy día la figura de Böll. Es rara en Alemania la mención de sus obras en el debate de las ideas, no obstante existir un Archivo Heinrich Böll consagrado a preservar su memoria. Quizá la celebración del trigésimo aniversario de su fallecimiento confiera nueva actualidad a sus escritos.
El periodista José Comas, que lo conoció en la intimidad, veía en él una especie de trasunto quijotesco. Böll era un hombre bueno, generoso hasta decir basta, que concebía la tarea del escritor como una forma de responsabilidad civil, a menudo a costa de su dedicación a la tarea propiamente literaria. Y en lugar de quedarse en casa, disfrutando de su justa celebridad que rebasaba fronteras, se lanzó sin más armas que su inconformismo y su honradez a mil y una batallas enderezadas a mejorar el mundo, en sus últimos años con la salud quebrantada por el excesivo consumo de cigarrillos.
Detestaba que lo considerasen la conciencia moral de Alemania. Él repelía el calificativo alegando que se lo aplicaban porque había poca conciencia. Daba a entender así que no hacía falta esforzarse para obtener dicha distinción. Se crió en su ciudad natal, Colonia, en un ambiente católico, contrario al nacionalsocialismo. Le tocó pasar la guerra entera combatiendo en diversos frentes, lo que le impidió cursar estudios universitarios.
Tampoco le hacía gracia que le colgasen el rótulo de cristiano. Terminaría renegando de la Iglesia, con la que se enfrentó en repetidas ocasiones, pero no de la fe, de la cual nacía su profundo compromiso de afecto y solidaridad con sus semejantes.
Fue un alemán exento de sospecha, un hombre sencillo succionado por un delirio histórico del cual supo sacar provecho literario. El crítico Marcel Reich-Ranicki cifraba la enorme popularidad de Böll en su destreza para crear personajes con los que sus compatriotas podían identificarse: varones y mujeres comunes que padecieron la guerra y sus consecuencias. He ahí, decían, un escritor que cuenta los hechos sin glorificarlos y sin mentir, tal como los vivimos a diario. Y acaso sea este primer tramo de la obra de Böll, representativo de la llamada “literatura de los escombros” (Trümmerliteratur), el que mejor ha resistido el paso del tiempo. A él corresponden títulos como El tren llegó puntual (1949), ¿Dónde estabas, Adam? (1951) o La casa sin amo (1954), caracterizados por un alto grado de veracidad testimonial.
Tampoco le hacía gracia que le colgasen el rótulo de cristiano. Terminaría renegando de la Iglesia, con la que se enfrentó en repetidas ocasiones, pero no de la fe, de la cual nacía su profundo compromiso de afecto y solidaridad con sus semejantes. Dicho compromiso lo llevó a una creciente participación en la política de su país a partir de la segunda mitad de los años sesenta. La concesión del premio Nobel en 1972, además de consagrarlo como escritor a escala mundial, le confirió una especie de autoridad intelectual que él puso al servicio de distintas causas sociales.
Como Günter Grass, como Siegfried Lenz, respaldó la candidatura a la cancillería del socialdemócrata Willy Brandt. Desde la presidencia del PEN Club, abogó por que a los escritores se les remunerase como merecen. Pasó de matute a Occidente manuscritos de Solzhenitsyn. Se lo pidieron y eso le bastó.
No le faltaron adversarios. Sus reiteradas críticas al partido democristiano (CDU) le atrajeron la animadversión de la prensa del consorcio Springer. El Bild Zeitung y Die Welt lo sometieron a un acoso despiadado, al tiempo que la policía lo vigilaba en busca de posibles conexiones con la Fracción del Ejército Rojo. Un diputado democristiano llegó a tildarlo de terrorista en el curso de una intervención parlamentaria. Böll se resarció de todo aquello publicando uno de sus mayores éxitos comerciales: El honor perdido de Katharina Blum, novela breve en la que denuncia las intrigas de la prensa sensacionalista de la época.
José Comas, en la necrología que le dedicó en 1985, rememoró una frase que Böll le había dicho en privado poco antes de morir: “El mundo me saca de quicio”. A buen seguro, si volviera a la vida, sentiría lo mismo.
Babelia
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