Cómplice y coautora
Recuerdo, allá por la segunda mitad de la década de 1990, formando parte del comité científico del Museo de Bellas Artes de Bilbao, estar con un Eduardo Chillida ya en trance de declinación neuronal, cómo se empeñaba en que su mujer, Pilar, asistiese al debate que entonces reunía al director de la institución Miguel Zugaza, al historiador del arte José Milicua, al entonces director del Prado, Fernando Checa, y a un prometeder y jovencísimo Gabriele Finaldi, hoy recién nombrado flamante director de la National Gallery de Londres. Para romper el desconcierto colectivo en ese momento, Pilar Belzunce se levantaba airosa y declaraba su intención de “irse de compras” hasta reencontrarnos todos en el restaurante en el que nos habíamos citado tras la reunión. Nada más irse Pilar, Eduardo se mostraba inquieto, preguntando, una y otra vez, a derecha y a izquierda, si acaso Pilar se había enterado del lugar y hora de la cita, si se habría perdido y si otros tantos imprevistos sin sentido se hubieran podido producir...
Hago esta evocación, no para subrayar lo patético de los estragos de la edad que a todos nos afectan en algún momento, sino porque, con un síndrome o sin él, con el paso de los años nos solemos aferrar a una idea fija, que revela cuál ha sido el fundamento de nuestra existencia. Desde luego, el binomio Eduardo Chillida-Pilar Belzunce, con su alargada tropa de descendientes, era “un clásico”. Cada uno de los dos con su papel bien aprendido: por un lado, Eduardo, el artista, con el que podías hablar de cualquier cosa humana o divina; por otro, Pilar, con la que tenías indefectiblemente que tratar cuestiones prácticas, con la salvedad de que lo “práctico” en arte es mucho más enrevesado que en cualquier otra materia, sobre todo, cuando tu interlocutor es la mujer del artista.
En cierta manera, este clásico de la relación Eduardo-Pilar no es en exceso extraño en otros matrimonios de artistas. No obstante, hay una crucial diferencia cuando la relación entre los cónyuges en cuestión ha sobrevivido medio siglo, lo cual implica una complicidad de antes, de durante y de después de la eventual gloria o fracaso del creador. En el caso de Eduardo Chillida, merecidamente el éxito se produjo en una fecha relativamente temprana, pero, aún así, la comprensión, la atención y la dedicación de Pilar con Eduardo fue una constante firme, hasta tal punto que no es exagerado considerarla no sólo cómplice, sino, hasta si se me permite, coautora de la obra de Chillida, porque en la realización de una obra es tan importante su ideación como hacer posible su producción.
El amor matrimonial, contra lo que suele decirse, aumenta con su duración, porque es en sí mismo una creación en la que intervienen las dos partes. Finalmente, cualquiera que estuviera cerca de Pilar y de Eduardo sabía que entre ambos habían fraguado una historia en común memorable, una de cuyas consecuencias fue la extraordinaria obra escultórica de Eduardo y ese monumento extraordinario en su memoria de Chillida-Leku.
Babelia
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