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CRÍTICA | WHITE GOD
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La trompetista de Hamelín

Mundruczó, mimado por el Festival de Cannes, es un asiduo de la metáfora inspirada en clásicos de la narración.

Javier Ocaña
Fotograma de 'White god'.
Fotograma de 'White god'.

La israelí Vals con Bashir (Ari Folman, 2008) se abría con una imagen brutal: una jauría de perros recorría en estampida una ciudad desolada, arramplando con todo a su paso, con la cámara (o su simulacro, pues era una animación) pegada a un palmo de los ojos de los canes. A Folman la secuencia, de corte onírico, le servía como alegoría del miedo y el remordimiento, como representación de un estado de temblor moral acerca del pasado y del presente al que también se apunta el húngaro Kornél Mundruczó en White god, que se inicia con una secuencia casi exacta, pero sin sueño, pues estamos ante la más pura realidad de una urbe. Una imagen ilustrativa de otra parábola ética que, esta vez, engloba toda la película: una suerte de llamada de atención ante la persecución de la inmigración, del distinto, del que no es puro,de lo que se ha dado en llamar la otredad, imaginando en la ficción una normativa municipal que proscribe hasta el encierro a los perros que no sean de pura raza.

WHITE GOD

Dirección: Kornél Mundruczó.

Intérpretes: Zsófia Psotta, Sándor Zsótér, Lili Horváth, Szabolcs Thuróczy.

Género: drama. Hungría, 2014.

Duración: 121 minutos.

Mundruczó, mimado por el Festival de Cannes, donde ya ha presentado tres películas en sección paralelas a la oficial, y donde consiguió el premio al mejor filme de Una cierta mirada por White god, es un asiduo de la metáfora inspirada en clásicos de la narración. Si Semilla del maldad (2010), que en estas mismas páginas definimos como "menos sórdida que soporífera", acudía a Frankenstein, en su nueva película, infinitamente más lograda, la esencia argumental y visual está en El flautista de Hamelín. Un cuento moral en el que hay que cambiar a las ratas por perros y, en realidad, a éstos por el Otro. De complicadísima parafernalia en su filmación, y estupenda en cuanto huida del realismo a toda costa, la película pierde un tanto el tono cuando ya en la parte final acude a variaciones tonales, tanto de puesta en escena como de banda sonora, que la emparentan con el cine de terror de autor. Sin embargo, cuando se centra en la alegoría social, lega un puñado de ideas y de imágenes sobrecogedoras no aptas para estómagos sensibles.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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