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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una nube de rojos

Con motivo del homenaje a Juan García Hortelano (1928-1992) de ‘Campo de Agramante’, Jordi Gracia recuerda al admirado autor

Jordi Gracia
EL PAÍS

A Juan García Hortelano las risas orondas se le mezclaban con chistes y ocurrencias, con relatos que reclamaba contar él para general aprobación de la concurrencia. La inteligencia y la chispa de un funcionario ministerial se desparramaron durante muchos años en forma de novelas de comunista culto y con humor, sutileza y humanidad incontinente. Sus Nuevas amistades de 1959 calaron a muchos y ninguno olvidó las nubes que descargaron su Tormenta de verano, aunque hubieran de pasar diez años para llegar a las vueltas e infinitas revueltas de El gran momento de Mary Tribune (1972) y sin que nadie se bajase ni de la Gramática parda de 1982 ni del buen humor: novelas tan conversadas como bebidas, tan aparatosamente imposibles como premonitorias del desorden que la movida iba a desatar en cosa de minutos.

Esos libros poblaron los suelos de las casas de jóvenes progres que los leían con fruición y la impaciencia de un final franquista que todos esperaban vivir por fin alguna vez, cómplices y compañeros de viaje como Carlos Barral o como Juan Marsé, como Ángel González, Juan Benet o José Manuel Caballero Bonald. De todos ellos sólo dos han podido escribir en el fastuoso número que la revista Campo de Agramante acaba de distribuir en homenaje a García Hortelano, veintitrés años después de su muerte, y que se presentó la pasada semana en el Instituto Cervantes con la presencia de amigos y de su hija Sofía.

Y vaya número, porque de García Hortelano se acuerdan también los que lo leyeron confesadamente tarde, incluso por razones de edad, como el novelista Isaac Rosa, como Belén Gopegui o como Marta Sanz. Y lo mejor todavía es que en los tres respira una forma de militancia política e intelectual que habita en la izquierda del panorama político español, entre la insumisión al capitalismo globalizado y la rebelión contra un Estado plagado de agujeros democráticos. Y por fortuna ninguno de los tres suscribirá que la transición cultural fue un fraude o una operación cosmética para perpetuar el franquismo por otros medios (ni tremendismos casposos semejantes).

Ahí está García Hortelano para probar lo contrario, junto a otro montón más de gentes tangentes o enroladas en los circuitos de la resistencia bullanguera y ruidosa y nada silenciosa desde hacía ya mucho tiempo. Incluso si aparentaba lo contrario: da la pura casualidad sin nada de fortuito de que otra valiosa revista ha hecho su propio homenaje a otro escritor de otro talante, una figura modesta y poco risueña, tirando a melancólica y a veces hasta enrocado en una intimidad dañada. El poeta y ensayista José Luis Cano era para todos, incluidos los rojos oficiales del entorno de García Hortelano, el responsable de una revista de letras inverosímil bajo la España franquista desde 1946. Se llamó como se llama ahora, Ínsula, pero aquella no es ésta: la de José Luis Cano era una lanza con la punta roma porque la punta aguda y combativa hubiese impedido su mera existencia en defensa de la tradición del exilio.

Por José Luis Cano pasó la determinación de mitigar el tiempo de veto y repudio al exilio en la España del interior. Unos pocos pelearon para que volviese del único modo que podía volver mientras Franco fuese aun el matón general del reino: por la vía de la alusión y la cita, de la entrevista, el ensayo y la erudición. Y eso hizo una y otra vez Ínsula con Juan Ramón Jiménez o con Luis Cernuda, Pedro Salinas o Jorge Guillén, con Ferrater Mora, Zambrano, Ayala o Max Aub. Y fue José Luis Cano quien reclutó a jóvenes de pantalón corto del interior para que hablasen de sus rojos exiliados mientras a la vez leían las obras de los rojos domésticos como García Hortelano. Y dijeron que sí Pere Gimferrer, José-Carlos Mainer, Andrés Amorós, Guillermo Carnero para empezar a restituir el honor y la dignidad de la cultura española y para que al terminar el franquismo no quedase ni huérfana ni desamparada la tradición cultural y democrática del exilio.

Estaban ya armando entonces entre todos —años sesenta— un país menos miserable y menos tristón, aunque unos y otros perdiesen con el tiempo algo de su fiereza y ganasen una melancolía inesperada: esa que asoma sin querer entre las risas de García Hortelano en la memoria de Caballero Bonald y la que anduvo casi siempre en la poesía más íntima de José Luis Cano, mientras confeccionaba mes a mes los números de esa Insula que hoy es otra. Lo es precisamente para poder dar las gracias, unos y otros, Ínsula y Campo de Agramante, a quienes lo hicieron posible cuando no lo parecía. Sin libertad política, se la habían ganado la libertad cultural ellos, aunque pareciese sólo una tormenta de verano.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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