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La pasión literaria de los músicos de rock

Nick Cave es la cabeza visible de la nueva avalancha editorial: cantantes y compositores que publican libros de ficción. No confundir con la moda de las autobiografías

Diego A. Manrique
Nick Cave en su despacho en un fotograma del documental '20.000 days on earth'.
Nick Cave en su despacho en un fotograma del documental '20.000 days on earth'.

En 1988, Nick Cave firmaba copias de su primer librito, King Ink, en Compendium, librería contracultural del barrio de Camden. Fue un acto informal y modesto, que atrajo a una representación del movimiento gótico londinense, todos de negro riguroso, desde las crestas a las botas. Hoy, Cave es autor de Canongate Books, potente editorial independiente del Reino Unido, que publica inmediatamente todo lo que Nick redacta.

Y eso incluye desde su introducción al Evangelio según Marcos a su segunda novela, La muerte de Bunny Munro. Su nueva entrega, The sick bag song, que en España lanza Sexto Piso, junta notas apuntadas sobre —atención— las bolsas para mareo que las líneas aéreas dejan en el dorso de cada asiento.

Hay varias explicaciones para esa producción literaria. Cave asegura que es el resultado de su rutina laboral: cuando no está de gira, acude diariamente a un piso que funciona como oficina, donde se encierra de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Sin embargo, algunos íntimos piensan que Nick todavía necesita demostrar algo a su padre, un profesor de literatura inglesa que lamentó que su hijo se dedicara al rock.

Steve Earle.
Steve Earle.

Cualesquiera que sean los motivos, el caso de Nick Cave nos recuerda que últimamente se multiplican los músicos que pretenden desarrollar una faceta literaria, más allá de relatos puntuales o textos breves. Dominique A, el ariete de la nouvelle chanson, acaba de sacar su quinto libro, Regarder l'océan, que —entre otros asuntos— explora su necesidad de escribir. Igualmente prolífico es Willy Vlautin, cabecilla de la banda Richmond Fontaine, que retrata a perdedores en sus cuatro novelas; la primera, The motel life, fue llevada al cine por los hermanos Polsky.

Vlautin intenta conciliar su yo musical y su yo literario —Northline inspiró un disco instrumental homónimo, a modo de banda sonora— mientras hay quién pone diques entre una y otra actividad. El cantautor británico John Wesley Harding recupera su nombre auténtico, Wesley Stace, para sus novelas. Dos de ellas están disponibles en español a través de RBA: Infortunio y Habla con George. Para complicarlo aún más, ahora también edita discos con su nombre de pila y formó un grupo fugaz, The Love Hall Tryst, para musicar fragmentos de Infortunio.

En general, suelen solaparse el territorio musical y el literario. Un oyente de Steve Earle se identificará con los relatos de Rosas de redención (La Gamuza Azul) o con su brutal novela, No saldré vivo de este mundo (El Aleph), donde el fantasma de Hank Williams, padre fundador de la moderna música country, convive con Graciela, una criatura propia del realismo mágico.

Mayores ambiciones

Curiosamente, apenas aparece novela de género entre esta oleada de tomos firmados por músicos. Aunque no falten precedentes: el vaquero tejano Kinky Friedman se convirtió en protagonista de su propia serie de novelas policíacas, que tenían el gancho de incluir a personajes reales en la acción. Algo similar hizo Greg Kihn, al introducir a los Beatles en su obra más reciente, Rubber soul. La verdad es que, preguntados por modelos literarios, los músicos suelen mencionar a colegas canonizados, como Cohen, Dylan o Patti Smith.

Es lícito pensar que esta abundancia de títulos con autores musicales ha sido propiciada por el boom de las autobiografías de estrellas. Se trata de un mercado en crecimiento: las editoriales han comprobado el tirón de un nombre famoso. De rebote, Madonna, Gloria Estefan, Bruce Springsteen, Keith Richards y otras figuras han debutado en la categoría de libros infantiles, donde lo mínimo del texto es disimulado entre atractivas ilustraciones.

Otras posibles razones: los músicos actuales están mejor educados y tienen mayores ambiciones creativas que sus antecesores. Es probable que, según disminuyen los rendimientos del trabajo musical, los quehaceres literarios luzcan más atractivos. Puede ocurrir que la famosa triada (“sexo, drogas y rock 'n' roll”) tenga ahora más mito que realidad: la disciplina de escribir ayuda a anclar vidas profesionales marcadas por la incertidumbre.

El tiempo presente, con su fragmentación del público en nichos, facilita igualmente la publicación de autores noveles: se multiplican las editoriales, grandes o pequeñas, interesadas en nombres de culto. Josh Ritter se estrenó con Bright passages, Pete Wentz (de Fall Out Boy) lo hizo con un título robado a The Smiths, The boy with the thorn in his side, Nathan Larson (de Shudder To Think) ya va por la segunda novela, The nervous system.

Y antes de que se nos acabe el espacio, convendría señalar ejemplos nacionales: Antonio Luque, alías Señor Chinarro, relató la esterilidad de la vida en los barrios en Exitus (El Aleph); Julián Hernández, de Siniestro Total, da rienda suelta a su imaginación más perversa en Sustancia negra (Espasa).

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