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Café Perec
Columna
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Teorías inciertas

Ernst Jünger jamás olvidó la mañana en que aprendió a hacer la lazada de sus botines

Enrique Vila-Matas

Estaba imaginando a un debutante que estudiaba las relaciones entre "pragmáticos" y "teóricos" en política, pero cuando he comprendido que el principiante podría ser yo mismo, me he dado un susto tan tonto como el del flaco Stan Laurel cuando dormita y un ladrón introduce la mano por el respaldo del banco y, al tener él las manos cruzadas, confunde en su majadero ensueño la mano del desconocido con una de las propias. Un triunvirato de manos. ¿Sobraba una? He pensado en el factor Monedero, el intelectual que quería volar. Y en medio del embrollo he elegido la via pragmática invitando a dimitir a la mano extraña.

Casualmente, horas más tarde, un artículo de encargo parecía exigirme que distinguiera entre intelectuales con nulo sentido práctico y otros con mayor instinto político. He preferido divertirme, como cuando invento teorías inciertas. Y he ido clasificando a los escritores según la relación de cada uno con los cordones de sus zapatos.

Al frente de los escritores con instinto político, he situado a Ernst Jünger, que jamás olvidó la mañana en que, con prisas por escapar de la casa de sus padres, aprendió a hacer por sí solo la lazada de sus botines. Podría aquel día haber hecho el pequeño Jünger dos nudos precipitados, pero eligió la opción más complicada. Con el tiempo, esto iba a servirle para comprender que para escribir había que hacer lazadas, ir más allá de los apresurados nudos, poner con cuidado un adjetivo ahí e intercalar allá una frase subordinada: una empresa arriesgada, que resultaba tanto más feliz cuanto menos el lector reparaba en ella.

A Giorgio Manganelli lo he colocado al frente de los escritores voladores, los poco pragmáticos. De su infancia sólo recordaba que no sabía atarse los cordones de los zapatos y suponía que de esa incapacidad para la vida procedía su vocación de escritor: "¿No sé atarme los cordones de los zapatos? Bueno, escribiré libros".

Ahora bien, al acordarme de que Manganelli, a pesar de ser "el inútil de los cordones", fue también toda su vida un maestro de los adjetivos bien colocados y de las frases subordinadas —un genio de las lazadas, igual que Jünger—, he comprendido que las de uno y otro escritor eran lecturas más que compatibles. Es más, he comprendido también que de esa posible convivencia entre sus dos mundos distintos se desprendía que si bien tanto la vida política como el campo de la escritura padecían las mismas tensiones —desacuerdos entre "pragmáticos" y "teóricos"—, la violencia parecía menor en el mundo de las letras, quizás por prevalecer ahí el espíritu sobre la acción.

¿O acaso no nos fascinan las teorías literarias porque a veces son verdaderas, pero sólo lo son en parte, y por tanto los adversarios intelectuales de las mismas no se equivocan? Esa sinrazón compartida le da a las tensiones literarias una discreta serenidad de fondo que no existe en el ámbito político, donde se llevan a la práctica teorías inciertas que perjudican la vida de los demás. Teorías que, encima, como las literarias, sólo en parte pueden ser verdaderas.

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