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El misterio del gemido de ‘El jardín de los cerezos’ y el fin de una era

Ángel Gutiérrez resucita su Teatro de Cámara Chéjov en el Centro Nacional

'El jardín de los cerezos', en el montaje de la compañía de Ángel Gutiérrez.
'El jardín de los cerezos', en el montaje de la compañía de Ángel Gutiérrez.Marcos Gpunto

Antón Chéjov nunca contó qué demonios significaba el extraño sonido que marca el acto segundo de El jardín de los cerezos, su última obra. El gemido “triste y agonizante de la cuerda de un instrumento al romperse”, como describe el autor en las acotaciones, inunda la escena e inquieta a los protagonistas, pero nadie resuelve de dónde proviene.

El director Ángel Gutiérrez, responsable de la versión que se representará del 8 al 24 de mayo en el Teatro Valle Inclán del Centro Dramático Nacional (CDN), no traiciona a su maestro. “Es un misterio. ¿Cómo interpretamos un misterio? La vida es un misterio”, insiste. No es terquedad, es lealtad.

El fundador del Teatro de Cámara Chéjov, el único consagrado exclusivamente al autor, ha dedicado su vida a estudiar la obra del maestro. Pero solo intuye una idea vaga tras el hermético texto: “Cuando sabemos que el fin es inminente, escuchamos que es algo que es cósmico, que no es de aquí”.

El recorte de ayudas obligó a la compañía a dejar su local de ensayos

¿Entonces, no sabe aún de qué va la obra? “No. Yo sé lo que dicen los protagonistas”, asegura dos días antes del estreno. En ella, la noble Ranievskaya se resiste a vender su jardín, que finalmente es comprado en subasta por el nuevo rico Lopajin. Mientras, la vida: conversaciones, comidas, picnics. Gutiérrez ve una metáfora del hombre moderno en esos personajes que brindan y festejan sin saber que su era se acaba. El propio autor moriría poco después de terminar la obra en 1904.

Gutiérrez sabe algo sobre finales de ciclos. Supera los 80 años y tiene más de 60 de carrera. Fue un niño ruso de los que abandonó España al comenzar la Guerra Civil. Ha visto la caída de la URSS, el final del franquismo. Ahora vive en el hospital y ve cómo el Teatro de Cámara agoniza tras tres décadas de vida.

Esta puede ser su última obra de la compañía. Las enseñanzas que ha extraído de su estudio y de El jardín de los cerezos tienen más oscuridad que luz: “El tiempo es lo único importante. Creemos que la vida empezará mañana, pero el tiempo es este instante. Quieres hacer algo importante, algo hermoso... Y mañana has muerto. No hay que perder el tiempo”.

Él no lo ha hecho. En 1937 la guerra le arrancó de su Asturias natal y cambió el rebaño que guardaba por la cubierta de un buque ruso. Se llamaba Cooperación y le llevó a su nueva patria, que le dio asilo, educación y un oficio. Durante 18 años fue profesor en la Academia Estatal de Teatro de Moscú y montó más de 40 espectáculos.

Trabajar en Taganrog, patria del escritor, se convirtió en una obsesión: “Elegí ese sitio como comienzo de mi vida profesional en Rusia porque quería estar cerca de él, tocando los mismos árboles”. Allí subió a escena Las tres hermanas e Ivanov, del autor ruso, entre otras. Y allí le homenajearon en 2009 como agradecimiento a su labor.

Por eso se crispa (aunque sin perder la sonrisa) cuando relata el declive del Teatro de Cámara, su mayor proyecto en España. El recorte de las subvenciones que le otorgaba el Gobierno de Madrid le obligó a abandonar su local de ensayo y representación, además de la escuela que regentaba.

Lanzó un grito de socorro y la Universidad Internacional de la Rioja se ofreció como mecenas salvadora. Y así comenzó el montaje de El oso y El jardín de los cerezos. Pero lo que empezó viendo como una respuesta divina le ha acabado pareciendo “un desastre”. Tras muchos desacuerdos entre la organización y el director, el estreno a público de El jardín de los cerezos quedó en suspenso. Hasta que el CDN decidió rescatarlo.

Hasta que el director del CDN, Ernesto Caballero, (“Fue mi alumno en la Escuela de Arte Dramático”, recuerda Gutiérrez) les echó un cable, el montaje fue duro. Sin local de ensayo, estuvieron mendigando espacios en centros culturales hasta que encontraron hogar.

Allí recompusieron la obra y trataron de lidiar con los zarandeos que habían obligado a cambiar la mitad del reparto. La puesta en escena es clásica y realista, fiel al trabajo de Gutiérrez durante décadas. El entrenamiento actoral sigue siendo el método Stanislavsky, que Gutiérrez aprendió de sus discípulos directos. Y el texto, del que Gutiérrez firma traducción y versión, es fiel al original. “¿No ha habido que peinarlo?", pregunta un periodista. "¿Para qué? Cuando un texto es tan... no hay que peinarlo”, responde extrañado el director sin necesidad de pronunciar el adjetivo.

“No hay que perder el tiempo”, agrega. Le gustaría montar de nuevo Las tres hermanas e Ivanov. “Y algo de Valle Inclán me gustaría hacer”, añade, y sueña con editar los diarios y cartas de Chéjov, de los que no existe traducción directa y completa al castellano. “No hay que perder el tiempo”, repite ante sus actores, a los que a veces sigue llamando alumnos. Él espera tenerlo.

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