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Columna
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Pensamos

El intento de borrar el pasado ya sucedió, y es una de las pruebas de que este no se puede abolir

Enrique Vila-Matas
Borges, en una imagen sin datar.
Borges, en una imagen sin datar.PEDRO L. RAOTA

Pablo Iglesias ve muy adaptables a la realidad política actual las historias de Poniente, las luchas por el control del poder que centran Juego de tronos, violenta combinación de mitología antigua y medieval. Tanto es así que, en Bruselas regaló a Felipe VI un pack de DVDs de la serie. Al profesor de Políticas y líder de Podemos —al que una cierta cultura, como el valor, se le suponen— habría que preguntarle por qué regaló Juego de tronos y no, por ejemplo, las obras completas de Shakespeare, tan superiores en complejidad, inteligencia, tramas, lenguaje. Y es que en Pensamos —hipotético nuevo partido político— creemos que habría podido ser más interesante, por ejemplo, oír a Mortimer en Enrique lV diciendo “Hay buenas perspectivas, nuestro bando / está firme, nuestros comienzos cargados / de las más luminosas esperanzas”. Y a continuación escuchar a Enrique IV expresar su mezcla de fascinación y miedo por la ausencia de certezas y por el caos que anuncia toda idea radical de cambios.

Mortimer y el Rey, ¿hacen buena o mala pareja? He hablado últimamente con más de un seguidor de Juego de tronos que es partidario de la tabla rasa, de abolir de nuestro panorama político todo rastro de la Transición y, olvidándose de la eficacia que en su momento tuvo el consenso, dedicarse a levantar algo completamente nuevo. ¿No es paradójico ese afán de tabla rasa en quienes se cuelgan de una serie que no es nada sin el pasado, nada sin toda la parafernalia antigua y medieval? De alguna forma, me recuerdan a los loables escritores que en literatura hablan de empezar de nuevo, de volver a las raíces. Para ellos, las vanguardias históricas aparecieron cuando se hubo consumado la profesionalización de los artistas, y se hizo inaplazable la tabla rasa.

Se hizo inaplazable, sí, pero la fantasía de abolir por completo el pasado, tal como recuerda Borges en Nathaniel Hawthorne, ya fue ensayada en China, con adversa fortuna, tres siglos antes de Cristo, cuando el ministro Li Su propuso que la historia comenzara con el nuevo monarca, que tomó el título de Primer Emperador. Para acabar con el pasado, se ordenó la quema de todos los libros, y cuantos se resistieron a la absurda idea fueron ejecutados por desobedecer las órdenes imperiales. Fueron tantos los muertos que en invierno crecieron melones en el lugar donde los habían enterrado.

En la Inglaterra de mediados del siglo XVII, cuenta el doctor Johnson, ese mismo propósito de la tabla rasa resurgió entre los puritanos y en uno de los parlamentos populares convocados por Cromwell se propuso que se quemaran los archivos de la Torre de Londres, que se borrara toda memoria y que el gran ciclo de la vida recomenzara.

A la vista de estos datos, puede verse que el intento de abolir el pasado ya sucedió en el pasado y, paradójicamente, es una de las pruebas de que éste no se puede abolir. Por tanto, concluiría aquí Borges, el pasado es indestructible, pues tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las que precisamente vuelven es el proyecto de abolir el pasado.

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