El toreo con alma de Pepe Moral
Cuando Pepe Moral tomó la muleta, nadie podía imaginar lo que iba a suceder
Hacía rato que habían sonado las nueve de la noche. El sexto de la tarde, inválido como todos sus hermanos, fue sonoramente protestado, y muchos agradecieron que el presidente lo mantuviera en el ruedo para no hacer más largo el sufrimiento de lo que, hasta ese momento, era una de las tardes más aburridas de los últimos años.
Cuando Pepe Moral tomó la muleta, nadie podía imaginar lo que estaba a punto de suceder. Nadie podía imaginar que el torero, ayuno de contratos, se transfiguraría a la vista de todos para convertirse en un mago y torear como los ángeles a un toro birrioso que solo quería morirse.
MONTALVO / EL CID, LUQUE, MORAL
Toros de Montalvo -tercero y cuarto, devueltos-, bien presentados, mansos, descastados e inválidos; el segundo, bravo en el caballo.
Manuel Jesús El Cid: estocada (silencio); dos pinchazos, estocada y un descabello (silencio).
Daniel Luque: estocada baja (silencio); pinchazo y casi entera baja (silencio).
Pepe Moral: pinchazo hondo y estocada (silencio); estocada (oreja).
Plaza de la Maestranza. 17 de abril. Tercera corrida de feria. Media plaza.
Comenzó su faena por alto, para impedir que el animal se diera de bruces contra el albero, y, acto seguido, se plantó ante él, le colocó delante la muleta planchá, y el toro, de buena condición, también como toda la corrida, no tuvo más remedio que embestir con las pocas gotas de vida que dentro le quedaban.
Y surgió el toreo. Así de simple. Y la gente volvió a sentarse y disfrutó de lo lindo con muletazos largos y hondos, embarcada a la perfección la bondadosa embestida del dulce oponente. No parecía posible tal milagro, pero, a veces, ocurre cuando un torero hambriento de triunfos decide romperse y torear con el alma.
Ese fue el milagro de Pepe Moral: que se olvidó de su cuerpo y toreó con lo más íntimo de su ser. Grandioso resultó el primer derechazo de la segunda tanda, y extraordinario el del pecho, de pitón a rabo y a cámara lenta. La música rompió la noche, y acompañó lo que era, sin duda, una obra de arte. Tomó el torero la zurda, y el toro dijo que embestiría por última vez, y así brotaron algunos naturales de fuste. Pero el animal había dicho que no, se escondió en las tablas, y allí Moral cobró una estocada hasta la empuñadura.
Había sido una obra breve, pero intensa; descolorida por la nula codicia del toro, pero explosiva por su sentimiento. Había sido la faena memorable de un torero llamada a ser figura y que, por nada del mundo, parecía dispuesto a dejar escapar esta oportunidad. Incluso se puede admitir que la oreja pueda ser discutida; pero lo indiscutible es que este hombre toreó con el alma. Y eso no tiene precio.
Ahí podía haber comenzado y finalizado un festejo que fue una indecente pasarela de toros lidiados, distribuidos en dos largas horas y media de insufrible tostonazo, agravado, además, por la actitud de un presidente premioso, sin agilidad en los cambios de tercio y desesperante entre toro y toro.
Lo de toro es un decir, porque lo que salió al ruedo fue un rosario de animales amorfos, desfondados y amuermados -dos de ellos volvieron a los corrales-, sin aire en los pulmones y sin fuerza alguna en el tercio final. Incluso el segundo, bravo en el caballo, y que permitió que se luciera el picador Juan Francisco Peña, se vino abajo y trajo consigo la desesperación.
Por allí anduvo, voluntarioso, El Cid, porfión con su cansino primero, y más animoso con el manso cuarto; Luque se lució a la verónica y por chicuelinas en su primero y hasta aquí se puede contar porque no hubo más. Y Moral vio silenciada su labor en el tercero. Apretó los dientes y se dijo: ‘Os vais a enterar’. Y vaya si nos enteramos…
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