El precio del paraíso
Tradición y violencia, ética y dinero son algunos de los ingredientes de 'La Oculta', novela del colombiano Héctor Abad Faciolince, un juego de voces en torno a una finca familiar
Ana, la madre de los Ángel, muere y sus hijos Pilar, Eva y Antonio revisan el tiempo pasado y lo por venir desde su relación con el legado familiar: la finca La Oculta. Aconseja Anita: "No hay que decir siempre la verdad pura y cruda (…), debemos mantener la compostura, la elegancia en el desacuerdo". Héctor Abad Faciolince (Medellín, Colombia, 1958) maneja la materia autobiográfica en ese sentido laxo, pero lleno de verdad, que ya convirtió El olvido que seremos en un texto sobresaliente. En La Oculta es posible que la referencia autobiográfica sea menos mimética y, sin embargo, se manipula de modo que descubre las contradicciones de los protagonistas y quizá del propio escritor. De los lectores.
A través de las voces entrelazadas de los hermanos, reflexionamos sobre la posesión de la tierra como rasgo de idiosincrasia antioqueña o colombiana o latinoamericana o universal; la construcción de un país, que ha vivido bajo el estigma de la anomia, y la forja del temperamento; orígenes y mezcolanzas. También se pregunta cuál es el significado de una izquierda sensible hacia causas sociales y ecológicas, así como tolerante y opuesta al autoritarismo y la cicatería moral, que a la vez neutraliza el resentimiento económico, valora la ética protestante del trabajo y el esfuerzo, minimiza el valor de la herencia como punto de partida de la brecha de la desigualdad y subraya el sacrificio de quienes consiguen acrecentar sus bienes.
Habría que pensar en qué medida es posible ser buena persona y enriquecerse, mejorar, en un sistema corrupto. Los personajes de Anita —emprendedora— y de Cobo —el padre, simpatizante comunista, que no acepta la homosexualidad del vástago y se replantea su vida entera cuando a su nieto lo secuestra la guerrilla— hacen bascular, entre dos polos, a protagonistas que encarnan visiones del mundo no antagónicas pero sí llenas de matices. Pese a la genética, la educación y el paisaje común de un paraíso de infancia, se conforman tres existencias distintas a golpe de violencias, amores y desamores, permeabilidad hacia otros espacios y costumbres.
A través de las voces entrelazadas de los hermanos, reflexionamos sobre la posesión de la tierra como rasgo de idiosincrasia antioqueña
Esta diferencia verosímil reformula el concepto de familia y constituye un hallazgo en un escritor que además escribe en español inmejorablemente; Héctor Abad conoce los nombres de árboles, flores, accidentes geográficos y platos de la gastronomía colombiana. Escribe con palabras que recrean una atmósfera y definen un territorio que, a la manera de noventayochistas y novelistas de la tierra, le sirve para forjar el carácter de los narradores a partir de una perspectiva que rehúye el determinismo: desde la monogamia de Pilar hasta el deseo de despojamiento de Eva, pasando por el ansia de reconstrucción del pasado de un Antonio temeroso de que con su homosexualidad acabe su apellido.
La homofobia en una sociedad opresiva, la perversa voluntad de curarse, ofrecen momentos camaleónicos y brillantes como la primera experiencia sexual de Antonio. De su mano asistimos a la construcción de un pueblo que quiere tener nombre de utopía —Felicina— y acaba adoptando un topónimo bíblico, Jericó. Aun así, persiste la búsqueda de la felicidad.
Neutraliza el resentimiento económico, valora la ética protestante del trabajo y el esfuerzo, minimiza el valor de la herencia
Destaca lo armónicamente que se ensamblan las polifonías y lo bien delineada que está cada una en su registro lingüístico. Elegir ese juego de voces no constituye un alarde, sino una exigencia para visibilizar las aristas morales y hacer avanzar un relato que dosifica con equilibrio momentos angustiosos y ligeros: el rastreo del apellido Ángel, sus raíces judías, se contrapuntea con el tono doméstico de la intimidad de Pilar, la reconstructora, la que arregla a los muertos, y con la huida de Eva de una muerte segura a manos de los que llegaron para limpiar el lugar de guerrilleros y marihuaneros, y acabaron convirtiéndose en asesinos. Próspero, el mayordomo, relata cómo los paracos torturan hasta la muerte a unos jóvenes. La huida de Eva se produce a través del lago. Bajo el agua oscura, la mujer cuenta, tiene miedo y, con la misma falta de aire, el lector la acompaña. Abad Faciolince usa con mínima grandilocuencia símbolos telúricos —tierra, fuego, agua— que, pese al carácter regionalista del relato, lo universalizan faulknerianamente.
El deleite en el lenguaje sirve para corregir el entusiasmo por lo que de valioso pueda tener la ética capitalista. Porque el derrumbamiento, la derrota se producen no por amenazas y muerte, sino por los cantos de sirena del dinero. Tal vez por el alivio que supone escapar del pasado y aflojar nudos. Matar al padre y la madre y el espíritu santo, con amor y piedad, sabiendo que con esa acción —¿buena?, ¿mala?, ¿depende?— corremos el riesgo de perdernos o podemos salir a la superficie para tomar aire y revivir. Al final la resistencia se mina por el signo de una época que nos invita a pensar sobre el punto en que confluyen reaccionarismo y progresía. Como en La ciudad y las sierras, de Eça de Queiroz. No comparto ciertos aspectos ideológicos de La Oculta, pero no por elegancia como Anita, sino por admiración literaria, se la recomiendo vivamente.
La Oculta. Héctor Abad Faciolince. Alfaguara. Madrid, 2015. 18 euros (electrónico 9,99 euros)
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