Claudio Prieto, compositor en perpetua reinvención
Recorrió múltiples caminos para crear una obra poliédrica
El compositor Claudio Prieto (Muñeca de la Peña, Palencia, 1934), fallecido el pasado domingo, vivió siempre preocupado por comunicar la belleza a través de su música. Su obra, como su biografía, es el resultado de una personalidad inquieta e introspectiva que siempre encontró en su entorno el motivo natural para la expresión artística. No nació en una familia musical y sus inicios hay que buscarlos en las orquestas de baile que amenizaban con pasodobles y boleros los grises años de la posguerra. Su destreza con la trompeta le permitió acceder a la banda municipal de Guardo, que llegó a dirigir con tan solo trece años. Poco después, y a través de un tío agustino, se convirtió en discípulo del padre Samuel Rubio en El Escorial, que le introdujo en los rudimentos de la armonía,
Sin embargo, lo determinante para su carrera como compositor fue la beca que en 1960 le permitió formarse durante varios años en Roma con Goffredo Petrassi, Bruno Maderna y Boris Porena. Tras ello vendría su definitiva inmersión como compositor en la vanguardia y su asistencia en 1967 a un curso de verano en Darmstadt donde entraría en contacto con figuras de la talla de György Ligeti, Karlheinz Stockhausen o Earle Brown.
El propio Prieto solía dividir su trayectoria compositiva en una primera etapa marcada por la “exploración y libertad”, que evolucionó hacia una segunda fase “constructivista y formalista” y desembocó en una tercera más preocupada por la comunicación con el público de lo que llamaba “música de sentimientos”. En sus inicios desarrolló todas las posibilidades musicales del momento en obras para orquestas de cámara y agrupaciones instrumentales, como Improvisación (1966) y Solo a solo (1969), que muestran un importante dominio de la tímbrica y le valieron sus primeros reconocimientos como compositor. Siguió de forma natural ampliando su paleta hacia el sinfonismo con obras como Catedral de Toledo (1973) y Sinfonía 1 (1975). De hecho, esta última obra, junto a su Sinfonía 2 (1982), representa su etapa más discursiva y arquitectónica, que también se plasmó en una serie de sonatas para distintos solistas y dúos instrumentales. Precisamente en los ochenta se alejó de las tendencias de vanguardia y encontró su propio camino en lo que denominó “nuevo lirismo”, buscando la naturalidad de la comunicación con el público a través de la belleza, en un ejercicio personal de libertad creativa que no estuvo exento de críticas de algunos colegas. Un ejemplo de esta última etapa la encontramos en sus Ensoñaciones (1994) para orquesta de cuerda, que podrá escucharse esta misma semana en el teatro Monumental a la Orquesta de la RTVE bajo la dirección de Enrique García Asensio en lo que iba a ser un homenaje a los ochenta años del compositor palentino.
Sus más de cien composiciones obtuvieron el reconocimiento nacional e internacional, materializado en numerosos premios y en el hecho de que sus obras se han incorporado al repertorio de orquestas norteamericanas, inglesas, italianas y alemanas.
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