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universos paralelos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las orejeras del ‘indie’

Diego A. Manrique
Portada de 'Pequeño circo', de Nando Cruz.
Portada de 'Pequeño circo', de Nando Cruz.

Uno lee Pequeño circo (Contra), de Nando Cruz, con horror y fascinación, sensaciones que derivan de los sucesivos choques de trenes con la realidad. Esta monumental historia coral de los inicios del indie detalla cómo los tratos con las grandes compañías terminaron desastrosamente: los retratos de RCA, Polygram y DRO (más su pariente, La Fábrica Magnética) son devastadores.

Cierto que abundaban los diletantes, los benditos que no querían hacer carrera (o eso dicen ahora). Pero los artistas que sobrevivieron son los que tomaron precauciones. Hay lecciones en Los Planetas pidiendo a Luis Calvo, de Elefant, que su relación se rigiera por un contrato o en Antonio Luque, alias Señor Chinarro, evaluando los pros y los contras antes de optar por la diminuta Mushroom Pillow sobre la oferta dorada de Universal.

Frente a la actividad heroica de tantos sellos pequeños, un feo manchón: la renuencia a pagar royalties. Las cantidades podían ser ínfimas pero saltaba el macho alfa: lo hago porque quiero. Pioneros tan encomiables como Iñigo Munster podían ejercer la censura (eliminar una bandera rojigualda en una portada) o tener arrebatos caciquiles (el enfrentamiento de Carlos Subterfuge con Mondo Brutto).

Inevitablemente, en la escena se colaron matones de barrio, expertos en la tentación y –si no funcionaba– la amenaza, como Miguel Degás o Gabi Ruiz. Con escasas excepciones, el artista indie era presa fácil. Mitómano, repetía errores una y otra vez: es un clásico el contratar a legendarios músicos extranjeros para que produjeran sus discos, aunque los resultados rara vez lo justificaran.

¿Nadie lo detectaba? En general, no existía la crítica en el universo indie. El principal locutor, Julio Ruiz, alardea de “nunca poner a parir a nadie”; su planteamiento periodístico era “paternal y cariñoso”. Víctor Lenore confirma que en la revista Spiral había “orden de no meterse con nadie”.

Lo fascinante de Pequeño circo es la panorámica del microclima indie. El contexto está ausente. No hablo del fondo político-social: me refiero a cualquier música que pudiera sonar fuera del circuito. La acción transcurre en los noventa, cuando muchos vivíamos el Momento No Estamos Solos En El Universo. Con el auge de –¡perdón!– la world music, no solo descubríamos que en todos los continentes se hacían sonidos apasionantes: tuvimos la oportunidad de ver en acción a muchas de sus figuras.

Nada de eso se filtró al mundillo indie. Un inciso: ¡eso evitó disgustos! Como comprobaría Dover, el dejarse influenciar por la música africana es un pecado aún mayor que facturar dance music. Y ni hablar de basarse en tradiciones autóctonas: solo los intocables Planetas han superado ese tabú, por la vía de hacer irreconocible la inspiración flamenca original.

Apabulla la capacidad del movimiento para prescindir del entorno. Aparentemente, la tropa del sonido Malasaña no se enteró de la alternativa que encarnaban unos vecinos del barrio llamados Los Rodríguez. Se presumía de saber todo sobre Sonic Youth o Sarah Records pero, esencialmente, se ignoraba a los grupos que triunfaban en español, aunque pudieran servir como modelo profesional. Así, no hay ni una mención al grupo indie hispano con obra más proteica…y grandes masas detrás: los mexicanos Café Tacuba.

Parafraseando a Ginsberg: las mejores mentes de aquella generación prefirieron llevar orejeras. Algunos quieren ahora surfear sobre las olas de indignación política que comenzaron el 15-M pero, caramba, su movimiento era tan elitista como el del bebop frente al público del swing. Y sospecho que muchos no han renunciado a su visión de túnel.

Las últimas páginas de Pequeño circo dejan un sabor amargo. J, de Planetas, suelta algo que sin duda alucinará a Podemos: que la música indie “ha hecho a la gente más crítica y con más capacidad de rebelarse o negarse a entrar en el juego perverso del mundo”. El epílogo supera todo lo imaginable. En pleno rollo mesiánico, como decía uno de sus títulos, J intenta adelantarse al fin del mundo de las profecías mayas –el 21 de diciembre de 2012– y montar un concierto de Planetas en el Pico de la Veleta, en Sierra Nevada. Al final, habla el dinero: cambian la utopía por dos revival shows para Primavera Sound.

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