Manoel de Oliveira: una carrera contra el tiempo
Además de su longevidad, el director tenía otra gran baza: hacía buenas películas
Además de su longevidad más que centenaria, Manoel de Oliveira tenía otra gran baza a su favor: hacía buenas películas. Películas de festivales, no destinadas al gran público, pero buenas películas. Películas profundamente portuguesas y, a la vez, indiscutiblemente universales. Películas a menudo adaptadas de textos literarios pero siempre impregnadas de referencias cinematográficas. Y, sobre todo, cargadas de ironía. La ironía que destilaban sus ojos, siempre vivos. Cuando Wim Wenders rodó Lisbon Story en la capital portuguesa, no dudó en solicitar la complicidad de Oliveira, que aparece —filmado en blanco y negro— imitando a Charlot. En los últimos años, que tratándose del centenario Oliveira quizá fueran veinte, él mismo andaba apoyado en un bastón, más por coquetería que por necesidad, sospecho. Pero, en cualquier caso, seguía rodando. El día que deje de rodar, morirá, decían sus amigos. Y, prácticamente, así ha sido, aunque últimamente ya sólo eran cortometrajes o episodios como el de Centro histórico, donde se burla de los turistas de Guimarães con sus cámaras fotográficas.
Desde que la crítica internacional lo descubrió con Amor de perdiçao y Francisca a principios de los ochenta, cuando ya llevaba cincuenta años de cine a sus espaldas, Oliveira rodaba a un ritmo vertiginoso, como si compitiera, a contrarreloj, contra el inexorable paso del tiempo. Sus films respondían a registros muy diversos pero siempre llevaban su sello personal. Un sello al cual se adaptaban los grandes actores internacionales que aceptaron jugar su juego: Marcello Mastroianni en Viaje al principio del mundo, Cathérine Deneuve en El convento, Michel Piccoli en Je rentre a la maison, Bulle Ogier en Belle toujours o Irene Papas y John Malkovich en Una película hablada. Recíprocamente, los portugueses Leonor Silveira, Luis Miguel Cintra o Ricardo Trêpa deben una buena parte de su carrera a los filmes de Oliveira.
Cineasta de la palabra, el realizador de Los caníbales lo es también de la pureza de las imágenes. En algunos de sus filmes, son palpables las influencias teatrales pero, en un artículo justamente titulado Repensar el cine, él mismo decía que mientras las imágenes escénicas son reales, el cine es inmaterial. Ciento seis años después de su nacimiento y 84 después de su debut tras las cámaras, la carrera de Oliveira contra el tiempo se ha detenido. Ha batido todos los récords de longevidad cinematográfica pero nos queda, para siempre, lo más importante: sus películas, excelentes películas.
Esteve Riambau, crítico, investigador e historiador cinematográfico, es el director de la Filmoteca de Catalunya.
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