El día en que nació París
Cuando algunas ciudades y sus habitantes entran en fisión y alcanzan el estatuto de obra de arte, no hay nada que se les pueda comparar
Hay confluencias realmente planetarias. Cuando algunas ciudades y sus habitantes entran en fisión y alcanzan el estatuto de obra de arte, no hay nada que se les pueda comparar. Y no siempre son momentos de gran energía y creatividad, pueden serlo también de decadencia y ruina, pero llevada con extrema elegancia. Es el caso de la Venecia de Casanova, una ciudad que se suicidó bailando en un Carnaval perpetuo del que aún no ha podido escapar. O bien la Sevilla de Miguel de Mañara, gran urbe mundial, hormiguero de criminales, santos, estafadores, aventureros, rameras, artistas y toda suerte de desesperados agitándose como gusanos entre la miseria y la opulencia de una ciudad chiflada.
O puede también ser un manicomio ocupado por todo el talento que daba de sí la humanidad en un puñado de años previos a la Guerra Mundial, como la Viena de Karl Kraus, aquel ensayo para el fin del mundo que, en efecto, vivió un apocalipsis en el que se agitaban como llamas en la hoguera las almas de Klimt, Hoffmannstahl, Otto Wagner, Alban Berg, Musil, Loos, Freud, Wittgenstein, Richard Strauss, en una bacanal de lucidez y de horror.
En muy pocos años la vieja urbe medieval daría un salto inverosímil
Sin embargo, el modelo de la ciudad que explota de pura energía y se convierte en la utopía viviente que todas las demás ciudades querrán imitar es el París de Napoleón el pequeño, medio sobrino de Napoleón el grande, personaje de escasa estatura, origen oscuro y aspecto pedestre por el que nadie apostaría un centavo, pero que supo mantener una dictadura imprescindible para construir la que sería la capital del siglo XIX, según el célebre juicio de Walter Benjamin.
En muy pocos años la vieja urbe medieval, arruinada por la revolución y las guerras, ratonera de un millón de mendigos, la pestilente capital de Francia daría un salto inverosímil y se pondría en la vanguardia mundial. Su población, enloquecida por la especulación inmobiliaria, las fantasías financieras, el auge económico inaudito y un gobierno de opereta, se lanzó a un desenfrenado can-can. Cientos de teatros, burdeles, cafés, salones, restaurantes, mezclaron el lujo más inaudito con la pura indigencia. Reinaban las prostitutas, se prostituían las reinas, la ciudad entera era un agotador galop dirigido por la batuta de Offenbach.
Por esos mismos años las mercancías ascendieron de los pasajes subterráneos a las vitrinas de los comercios del boulevard, de ahí a los inmensos almacenes de hierro y cristal, para acabar consagradas en las colosales exposiciones universales donde las turbinas, las locomotoras, las esculturas y la pintura se hermanaron para siempre.
Esta epopeya fue narrada con efectividad y brío por Siegfried Kracauer, el amigo de Benjamin, en un texto célebre e inencontrable, Jacques Offenbach y el París de su tiempo. Una editorial, Capitán Swing, que rescata textos de los años treinta del siglo pasado, acaba de publicarlo con un bello prólogo de Vicente Jarque. Han pasado casi cien años desde que se editó, pero la sociedad que describe, delirante, fantasmagórica, entregada a su propia destrucción, no es muy distinta de la nuestra. La diferencia es que los parisinos se hundieron en el vicio y cayeron en la ruina y la guerra con gran estilo.
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