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CRÍTICA | MAPS TO THE STARS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El sueño enfermo de Hollywood

Julianne Moore y John Cusack, en un fotograma de 'Maps to the Stars'.
Julianne Moore y John Cusack, en un fotograma de 'Maps to the Stars'.

Escritor, guionista, ocasional director y discípulo de Carlos Castaneda, Bruce Wagner ha mantenido una relación siempre conflictiva con Beverly Hills que ha cristalizado en una obra mordaz, pero condenada, hasta ahora, a ser insidiosa nota a pie de página en esa tradición de pesadillas sobre Hollywood en la que conviven Billy Wilder (El crepúsculo de los dioses), Robert Aldrich (La leyenda de Lylah Clare), David Lynch (Mulholland Dr.), Ray Bradbury (Cementerio para lunáticos) y el historietista Kim Deitch (Hollywoodland). Como chófer de limusinas, Wagner asistió a la conversión de Juliette Lewis a la Cienciología, experiencia que le inspiraría la novela gráfica, dibujada por Julian Allen, Wild Palms, que Oliver Stone convertiría en miniserie en 1993, a la sombra del fenómeno de Twin Peaks.

Maps to the Stars, la película que ha realizado David Cronenberg a partir de un guion que Wagner ha ido puliendo a lo largo de diez años, es la depuración de todas las iluminaciones integradas en Wild Palms y, al mismo tiempo, el refinamiento de ese excéntrico sentido del humor del que tuvimos primera noticia cuando el guionista trasplantó el espíritu de La regla del juego (1939) al chirriante universo del glamur patológico en Escenas de la lucha de sexos en Beverly Hills (1989) de Paul Bartel.

Wagner ha encontrado en Cronenberg al perfecto lector de su universo disfuncional: la mirada clínica del canadiense sublima en gélida armonía de hilo musical e iguala en monocorde y obsesivo zumbido de aparato de aire acondicionado los dispares tonos de este cuento de fantasmas, que es, también, sátira inclemente, melodrama retorcido y relato trágico. Una extraña toxina (Mia Wasikowska) se infiltra en los intersticios de dos universos endogámicos —el de una estrella madura (Julianne Moore) con trauma materno a cuestas y el de un niño prodigio (Evan Bird) con padre terapeuta y pasado politóxico— para desvelar la enfermedad que los define y cerrar un círculo fatal.

Explorando el vínculo entre inconsciente, tragedia —entendida, según Piglia, como “forma que establece una tensión entre el héroe y la palabra de los muertos”— y folletín (a lo Manuel Puig), Cronenberg parece divertirse como nunca lo había hecho en esta, su precisa, clara y consecuente etapa de madurez.

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