¿Cuándo se perdió Björk?
Nuestra islandesa favorita ya no genera canciones de amplio espectro
En un futuro lejano, alguna máquina investigará lo que ocurrió en música popular en 2015 y deducirá, examinando la evidencia audiovisual, que la gran noticia fue que una tal Madonna se cayó en el escenario.
Tampoco sería un disparate. Siempre he tenido la sospecha de que Madonna es más vedette que cantante pop: un aparatoso accidente en medio de un espectáculo de variedades atenta contra el orden de las cosas. Quién sabe en qué parte del Támesis ha terminado el responsable del desaguisado, lastrado por unos zapatos de cemento.
Ahora, en serio. Muchas de las noticias musicales que ahora aparecen en los medios tienen que ver con asuntos extramusicales. Estos días, se habla mucho, por ejemplo, de la negativa de Björk a subir a Spotify su nuevo disco, Vulnicura.
Lo razona en Fast Company, revista de negocios y tecnología: “Sinceramente, estamos improvisando. Me gustaría decir que hay un plan maestro, pero no lo hay. Hace unos meses mandé un correo a mi manager y le dije: ‘¿Sabes qué? Esto del streaming simplemente no es correcto. No sé por qué, pero me parece una insensatez”.
La insensatez, según Björk, reside en “trabajar en algo durante dos o tres años y después ‘Oh, aquí lo tienes, gratis’. Y no es cuestión de dinero. Es cuestión de respeto, ¿sabes? Respeto por el arte y la cantidad de trabajo que has metido”.
Un descubrimiento tardío. En el pasado, Björk Guomundsdóttir mostraba mayor comprensión por el gratis total de Internet, o lo asumía como realidad inevitable del momento presente. Que conste que, técnicamente, Spotify no entra en esa categoría: paga por las escuchas de música, pese a que sean unas cantidades infinitesimales.
Negarse a poner Vulnicura en Spotify es, obviamente, un tiro al aire. El disco está disponible en otros rincones de la Red, sin que la artista pueda controlar el sonido o la presentación. Pero entiendo que se sienta incómoda ante el reparto de ingresos de Spotify, que favorece a las discográficas grandes (generalmente, accionistas de la compañía sueca) sobre los artistas.
Se trata de una batalla por una estructura estable para la industria musical. Ahora mismo, Spotify —como YouTube y tantas empresas de éxito— pierde millones a chorro: más que el mítico “nuevo modelo de negocio”, lo que se está dilucidando es quién mantendrá la hegemonía según avance el siglo XXI. Quien resista podrá entonces imponer sus condiciones.
Como el resto de los artistas, Björk carece de soluciones mágicas. Menciona positivamente el servicio de Netflix, que ofrece series y películas en streaming por una tarifa plana. En verdad, nada diferente del Premium de Spotify. Con una diferencia: Spotify no produce música mientras que a Netfix debemos la existencia de House of cards y Orange is the new black. Quizás lo que revele el episodio sea el alejamiento de Björk de la cultura pop. Aun aceptando los vaivenes de su creatividad, en los últimos 10 años nuestra islandesa favorita no ha generado canciones de amplio espectro. Imagino que no se podía mostrar “violentamente feliz” a la hora de elaborar Vulnicura, que finalmente es un disco-de-ruptura; no obstante, abundan los ejemplos de triunfos artísticos en coyunturas similares.
Con todo, Vulnicura merece una escucha atenta, por la voz volcánica y esas cuerdas que se machihembran con electrónica abrupta. Sin embargo, uno teme que Björk haya sido abducida por la Alta Cultura, igual que hicieron con su amigo Antony Hegarty. El 8 de marzo, se inaugura su retrospectiva en el Museum of Modern Art neoyorquino. Con una instalación inmersiva de vídeo y música, todo hecho posible por la “asociación con Volkswagen”.
Resulta comprensible: en edad madura, nadie se resiste al abrazo del establishment. Déjenme que, privadamente, lamente la desaparición de aquella Björk ecologista y belicosa, capaz de desafiar al omnipotente gobierno chino durante un concierto en Shanghái, con una invocación al Tíbet. Otros tiempos.
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