La portera no está loca
Sobrepasar los 60, vivir sola y convivir con un par de fantasmas del pasado mientras las visitas del presente llegan para ocupar tu casa. De eso, y algo más, trata 'Delicia'
Entrar a ver Delicia en La casa de la portera es como pasar al comedor de una abuela noventera que acaba de preparar esa comida que ni es merienda ni es cena pero que posee el título de ambas. La merienda cena en un espacio en el que uno no termina de decidir si es más acogedor o más lúgubre. El resultado de varios días de caza en las paredes, un espejo gigante y curtido a parches, una radio vieja, una tétrica virgen y una mesa llena de comida y rodeada de una tupida guirnalda de pequeñas luces. Una escena esperpéntica a la que se suma una sublime Juana Cordero que abre un bote de espárragos y se bebe con fruición el agua que los conserva.
Así son los primeros cinco minutos de la obra escrita por Triana Lorite y dirigida por Alberto Velasco de apenas una hora de duración que va de la risa a la compasión y que avanza con paso firme de un personaje a otro y de una sala a otra. Una comedia, o drama, o ambas, que explota y se contiene en la casa de una portera. Ella es Juana Andueza, la conserje de peluca azul, gusto por las rayas de cocaína y dividida entre dos mundos, el real y el onírico. La pregunta es si los confunde o los distingue; si sabe lo que ocurre y es la sublimación de la lucidez o solo es una anciana con problemas mentales. Podrían ser ambas. O podrían no ser ninguna.
El texto de esta obra que sintetiza la ocupación en el conflicto árabe-israelí, la soledad de la vejez y la cotidianeidad en cinco personajes, llegó a manos del director hace apenas seis meses: “Lo leí, me enamoré y decidimos montarlo. La propia obra eligió a los actores, el tiempo y la esencia de las piezas imponen a los intérpretes en su sitio”, comenta Velasco en una de los espacios seudorococó donde se desarrolla la obra y rodeado de todo el elenco de actores: Juana Andueza, Juana Cordero, Ana Otero, Lucía Caraballo y David Bueno. Una portera, un fantasma del pasado, una hija, una nieta y una alucinación, respectivamente. Un batiburrillo sin aparente conexión que consigue emocionar, provoca la carcajada y adoctrina, sin pretenderlo, sobre uno mismo, sobre la relación con la familia, sobre la libertad de elección y la realidad en Israel y Palestina a través de varios diálogos fluidos e intensos.
Juana Andueza es la conserje de peluca azul, gusto por las rayas de cocaína y dividida entre dos mundos, el real y el onírico
Para Andueza era su primera vez en un espacio tan cercano al público como La casa de la portera: "Es muy, muy sensitivo. Los espectadores te recogen a ti y tú a ellos y eso crea una atmósfera distinta cada día que repercute en la energía y que me ha enseñado a controlar ciertas cosas mías y sentir a la gente". El personaje de la portera, una mujer entrada en la vejez con una infancia marcada por el trabajo y el maltrato, enlaza con Andueza a través del mundo onírico: "Eso lo manejo muy bien yo", comenta con una sonrisa. "Se lleva muy bien con la muerta, y la llama porque quiere compartir con ella su vida". Los personajes de ambas Juanas mantienen una relación de odio simulado durante toda la obra, la realidad, latente y acechante, es que se necesitan. "La muerta es el fantasma de la hija de los señores para los que trabajó mi personaje durante su vida. Que le apetezca más estar con ella que con su propia hija, dice mucho".
Juana Cordero es esa muerta, el fantasma vapuleado a voluntad por la portera; que, laxa, deja recaer en ella el rencor y el odio acumulado durante décadas. Cordero, intensa y brutalmente expresiva, lo llena todo en sus escenas. Ella es quien recibe a las aproximadamente 20 personas que caben por función con un silencio abrumador. Sentada a la mesa, comiendo sin pausa. "Los de la primera función de la tarde siempre cogen salado cuando les ofrezco; los de la segunda se tiran al chocolate porque ya vienen cenados", asegura la actriz.
A su lado, una chica menuda se apoya, sentada sobre una silla, con los antebrazos. Es Lucía Caraballo, tiene 15 años, la cara de alguien que acaba de hacer la primera comunión y el desparpajo de una universitaria. Alberto Velasco, el director, la conoció en el cortometraje de Javier Giner, El amor me queda grande, y la guardó mentalmente para un proyecto futuro. Entonces llegó Delicia. "Me lo dijo mi madre y me puse feliz, muy feliz", espeta Caraballo. "Creo y espero no parecerme mucho a mi personaje, aunque supongo que tendré cosas de mi edad".
Una pequeña femme fatale que remata con algún taco cada frase. Ella es el antónimo actoral de David Bueno, uno de los delirios de la portera: "Yo me voy de aquí cada día sin saber exactamente qué soy. Creo que es una mezcla de los dos conceptos del mundo de Juana y mi personaje está aquí para enseñarla, para ayudarla a entender qué le pasa y para ayudarla a salir de ese conflicto interno". Un arsenal de elementos surrealistas y extravagantes en un laberinto temporal y, de una extraña manera, también tremendamente emocional. Tanto, que apenas a un metro, se ve una lágrima, rebosante y lenta, cayendo por la mejilla de Andueza.
Una hija nueva
Ana Otero se incorporó a Delicia el pasado lunes 9 de febrero. Pero solo es un dato, porque pasa por la obra como si hubiese vivido en ella el mismo tiempo que el resto del elenco. "En el teatro no hay trampa, y ellos me lo pusieron muy fácil, sus miradas y su forma de acogerme...".
Para ella, adentrarse en esta pieza es como hacerlo en un bosque, y dejarse llevar. "Tiene mucho de juego, de iniciarte en algo nuevo, de sensorialidad y de dejar que mi arcilla se colocara en este lugar". Algo fácil, según la actriz, que habla de Alberto Velasco con los ojos muy abiertos: "Es un director respetuoso, cómplice y compañero, una bendición".
Babelia
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