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UN VIAJE LITERARIO A LOS BAJOS FONDOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barcelona y sus bárbaros negros

Con motivo del BCNegra, el autor de novelas como ‘Yo fui Johnny Thunders’ o ‘No llames a casa’ firma un periplo por los escenarios que la ciudad ha brindado a la novela negra

Barcelona, 1960: el Barrio Chino, visto por Joan Colom.
Barcelona, 1960: el Barrio Chino, visto por Joan Colom.

Sin palabras, las ciudades no existirían. Si Genet no hubiera venido a robar y a prostituirse al Chino. Si Cervantes no hubiera derribado a Don Quijote en la Barceloneta. Si Sagarra no hubiera amañado unas letras de cambio y Marsé no hubiera derrapado aquella moto. Si Casavella no hubiera hecho bailar a su watusi por el Poble Sec o Monzó sus personajes asombrados de la magnitud de su gin tónic en el Born. Si la Nada o el desamparo no se hubieran comido a Laforet o a Rodoreda. Sin todo eso, sin un imaginario literario, Barcelona no existiría.

Pero ¿por qué Barcelona? ¿Y por qué como escenario negro? Barcelona es una ciudad portuaria en la que se mata… pero poco (Andreu Martín dixit). Acogedora, aunque algo menos si llegas de ilegal. Amable con los turistas, sumisa ante los ricos, exigente con sus ciudadanos y dura con los que sobran. También —y esto es importante— es una ciudad derrotada. Una y otra vez. Un alma conservadora y otra, ácrata, ambas machacadas por una posguerra que ajustó cuentas mucho más allá del derecha/izquierda.

La derrota, el pesimismo unido a una quijotesca mirada de no discernir nunca qué son molinos y qué gigantes, aliñado con la paradoja de lo fronterizo y rumberos gitanos, cazadoras rock, patriotas, los sí pero no, los culturetas afrancesados, el boom hispanoamericano, tu cuñado magrebí y la abuela que aún votaría a Pujol.

A algo así llegó Vázquez Montalbán. En una cena se apuesta Carvalho. Y con él, la asunción del imaginario popular y birlarle a la burguesía el Barça, la buena mesa y los libros. MVM y Carvalho son esenciales para entender por qué Barcelona es negra. Pero conviene no olvidar precedentes en ambas lenguas (Rafael Tasis, Manuel Pedrolo…). Pero a partir de MVM el Raval se ancla como topografía canon de la novela negra.

Y el itinerario de Carvalho, Charo y compañía corre el riesgo de macdonaldizar al tipo que mató a Kennedy. MVM resiste pero cuidado con hacerse daño. Carvalho tiene despacho Ramblas abajo, aunque duerme fuera de la ballena. En un chalet con chimenea quema-libros en Vallvidrera. Pero Carvalho se mueve por la Barcelona canalla, bares como Bodega Bohemia, menús en Casa Leopoldo y Biscuter comprando en La Boquería.

Ravaleando pero con el zoom más amplio —el Paral.lel y el Poblesec—, se mueve el inspector Méndez de González Ledesma. Los márgenes se ensanchan (Petra Delicado de Giménez-Barlett, se mueve aquí y allá, vive en Poblenou; los gemelos investigadores de Teresa Solana tienen su base de operaciones en Gràcia) pero las murallas imaginarias de la ciudad persisten. Más allá de ellas juegan los críos de la emigración y de los catalanes que podían dejar el insalubre centro de la ciudad —drogas, delincuencia…—, los futuros bárbaros que con flechas negras o no tan negras (Kiko Amat, Miqui Otero o Pérez Andújar) apuntan a eso que les dicen que es Barcelona. Desde el barrio Barcelona es ajena como centro ciudadano. Esos bárbaros quieren, de mayores, bajar a Barcelona a por lo suyo: carta de autenticidad y visibilidad.

Interior del Grill Room de la calle Escudellers, en el Barrio Chino de Barcelona, en los años 50.
Interior del Grill Room de la calle Escudellers, en el Barrio Chino de Barcelona, en los años 50.

Andreu Martín, en Prótesis, abre boquete hacia el conflictivo barrio de La Mina. Las últimas novelas de Llort se ubican en casas Usher del Eixample, pero antes se adueñó de la montaña de Montjuic. David Castillo recrea el mundo de Marsé con la figura del perdedor de todas las guerras desde el Puente de Vallcarca hasta el Congrés, haciendo desaparecer a la ciudad al completo.

Cristina Fallarás hace deambular como un zombi a su detective embarazada. Su Raval es un muro de acero helado pero se mueve mejor por la calle Artesanía, en Roquetes o entrando por calle Gitanilla, cerca de la Prisión de Jóvenes de Trinidad, donde estaba el único fumadero de opio de la ciudad en los 80. Toni Hill, en Los buenos suicidas, hace morir a Sara en la estación de metro de Urquinaona pero en la última entrega el Hiroshima de los amantes está en la población de El Prat.

Víctor del Árbol, desde el Castillo de Torre Baró, mezcla sus propios recuerdos de infancia con los del abogado Gil en Un millón de gotas. Y un servidor recrea un Guinardó-Horta de cazadoras de cuero, bingos, talleres mecánicos y una plaza Catalana donde acaba su periplo Yo fui Johnny Thunders.

Todos bárbaros entrando a sangre y fuego literario dentro de las murallas de una ciudad llena de turistas y convenciones de móviles. Al parecer, aquellos chavales de los barrios somos necesarios para que Barcelona no pierda parte de su identidad. Pijoaparte y Carvalho, cada uno desde su montaña, se deben estar descojonando.

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