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‘El Hambre’, de Martín Caparrós, crónica del gran fracaso humano

Es la pobreza la que conduce al hambre, pero, cuidado, también la riqueza puede producirla

Todo esto para qué

Por Leila Guerriero

Lo dice —está escrito— en la página número 12: “Este libro es un fracaso (…) porque una exploración del mayor fracaso del género humano no podía sino fracasar (...) Y, aun así, es un fracaso que no me avergüenza”.

Los motivos por los cuales ese fracaso no produce vergüenza se encuentran tanto en la frase de Samuel Beckett que hace las veces de epígrafe como en las últimas páginas de El hambre, el libro en el que el argentino Martín Caparrós busca respuesta a una pregunta: por qué, en un mundo que dispone de comida para todos, se mueren 25.000 personas cada día por causas relacionadas con la falta de alimentos. El epígrafe de Beckett reza: “Intenta de nuevo, falla de nuevo, falla mejor”; la anteúltima página de El hambre dice: “Sería bueno separar la acción de los resultados de la acción. No hacer lo que quiero hacer por la posibilidad del resultado sino por la necesidad de la acción: porque no me soporto si no hago”. Así, un círculo que comienza con un periodista haciéndose preguntas, y sigue con ese mismo periodista preguntándose qué sentido tiene hacérselas (porque, después de todo, el libro no cambiará nada y quienes padecen hambre “no parecen tener muchas posibilidades de influir sobre los mecanismos que los hambrean”), termina con una respuesta salvaje y sincera: “Porque no me soporto si no hago”.

Caparrós ha dicho que este libro es un panfleto. Parece, más bien, el hondo surco que deja una convicción" Leila Guerriero

De modo que El hambre, además de una crónica/ensayo en torno al “mayor fracaso del género humano”, es una enorme reflexión acerca del oficio periodístico: por qué y para qué un periodista hace lo que hace; por qué y para qué cuenta, en este caso, la miseria: tanta miseria. Caparrós ha dicho que este libro es un panfleto. Parece, más bien, el hondo surco que deja una convicción. Comienza con una escena en la que una mujer, en un hospital de Níger, carga a su hijo a la espalda para llevarlo de regreso a casa. El chico está muerto: muerto por hambre.

El trabajo de Martín Caparrós consiste en hacer que, a lo largo de seiscientas páginas, esa escena importe. Para eso, acomete la proeza de sacar la frase “el flagelo del hambre” del lugar común, y la transforma en cientos de historias de personas concretas —que viven en Madagascar, en Argentina, en Estados Unidos, en India— para quienes el hambre lleva, adosados, parásitos que se alimentan de ella y que, a su vez, la alimentan: los roles sociales, las creencias religiosas. Caparrós es colosal en esos terrenos resbaladizos donde las cosas dejan de encajar en los moldes correctos como, por ejemplo, el momento en que un hombre decide sacar a su hija desnutrida del hospital asiático en el que está internada porque, según él, la nena está bien y, además, necesita que su mujer regrese a casa. De esa manera, una criatura que pudo salvarse es condenada a una muerte casi segura por su propio padre. Es en esos huecos vertiginosos, cuando se busca frenéticamente a quién calzarle la culpa, por donde el libro expulsa sus venenos más fuertes. Caparrós mira de cerca a la medicina occidental, a las religiones, a las ONG, a los Gobiernos, a las esposas, a los maridos, a sí mismo, hasta que no queda nada en pie. El libro se llama El hambre pero pudo llamarse, con toda justicia, “nadie sale vivo de aquí”.

No es una estadística

Por Andrés Ortega

El hambre no es una estadística. Como escribe Martín Caparrós, “el hambre no existe fuera de las personas que la sufren. El tema no es el hambre, son las personas”, y estas personas viven, malviven y mueren en su libro. El primero de los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio que la cumbre de la ONU en 2000 se fijó para 2015 era erradicar la pobreza extrema y el hambre. Se ha avanzado, pero sólo en parte, y de forma muy desigual según los países y regiones. El hambre, que afectaba a un 24% de la población mundial en 1990 (año de referencia para los objetivos), se redujo al 15% en 2012, y debería llegar al 12% a finales de este año. En algo se ha mejorado, aunque a la vez la población aumente. De nuevo estadísticas de unas cuentas “siempre vagas”. Pero son cifras aún demasiado elevadas para “el mal que más personas sufren”, cuando los humanos disponemos de los instrumentos necesarios para eliminar el hambre de la faz de la tierra. Con vistas a los próximos objetivos, esta vez de desarrollo sostenible, para 2030, en las propuestas de Ban Ki-moon, vuelve esta vez como segundo elemento el terminar con el hambre y lograr seguridad alimentaria. Y como primero, acabar con la pobreza extrema —definida como vivir con menos de 1,25 dólares al día— en todas sus formas y en todos lugares.

También la riqueza puede producir hambre. Nuestra riqueza, de los países afluentes y sus normas de consumo" Andrés Ortega

Pues aparte de guerras o desastres naturales, es la pobreza la que conduce al hambre, y ésta a su vez a deterioros gravísimos de la salud. Pero cuidado, pues también la riqueza puede producir hambre. Nuestra riqueza, de los países afluentes y sus normas de consumo. Un ejemplo, la quinoa, llamada el “arroz de los incas”, es un alimento esencial para mucha gente en Perú y Bolivia, donde se cultiva. Mas al ponerse de moda en el mundo desarrollado, sus precios han subido, con lo que muchos de sus antiguos consumidores andinos ya no disponen del dinero suficiente para pagarla. Por otra parte, cada vez son más los que quieren comer carne como nosotros, lo que no será posible para todos. Y nosotros tendremos también que cambiar nuestros hábitos alimentarios, hacernos vegetarianos o comedores de insectos.

Todo está ligado en este mundo, cada vez más, y los equilibrios se pueden romper fácilmente. El hambre puede provocar revueltas populares, y está en buena parte detrás de las que hicieron erupción en Túnez y Egipto, por el aumento del precio del pan, y que dieron paso a las primaveras árabes. Y el hambre, llámese también en parte malnutrición, puede dejar en los niños secuelas para toda su vida. Hay tendencias que actúan a favor del hambre: la creciente y reciente financiación de la comida; la compra de terrenos agrícolas en países pobres por países ricos o sus empresas; los biocombustibles, etcétera.

Los hambrientos, que según Caparrós le sobran al capitalismo, ni siquiera se pueden desplazar a las regiones donde no hay hambre, pues no tienen la fuerza para ello, y la globalización ha erigido sus propios muros para evitarlo. No encuentran siquiera lo que Ban Ki-moon ha llamado “el camino a la dignidad”.

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