Resplandor de Porrúa
El editor de 'Cien años de soledad' falleció el 18 de diciembre de 2014
Francisco Porrúa fue un resplandor. Editorial, humano. Un ejemplo de cómo publicar según el gusto que te manda, de acuerdo con el catálogo que te organiza, según la pituitaria suprema del azar de tu capacidad (cultural) de elección. Era un editor, y era un resplandor. Cuando este periodista inició una serie sobre grandes editores del mundo, el impar Javier Pradera pasaba por mi lado y me decía: “Y no te olvides de Porrúa”. Porrúa fue el resplandor para dos o tres, o cuatro, generaciones de editores entre los que estaba Javier Pradera, como lo estuvieron Carlos Barral o Jaime Salinas o, más recientemente, ese editor netamente europeo que fue Jaime Vallcorba.
Pradera lo consideraba un maestro del gusto y del rigor, porque, como él, se fijaba más en el texto que debía leer el lector que en el texto mismo. El texto debía tener una consecuencia; el editor, en ese sentido, no era un mero transmisor, un notario; era, por así decirlo, el que iba a convocar sobre el texto toda la magia de la que es capaz un editor cuando dentro de sí hay una historia cultural, una exigencia y una apuesta. En las cartas que Porrúa le envió a Julio Cortázar, cuando la confianza del joven autor de Bestiario era todavía como una hoja de papel, son un ejemplo de esa constancia editorial que Porrúa imprimió a su trabajo y que Pradera (como tantos otros) apreciaba en el editor que acaba de morir. De esas cartas uno sabe por lo que decía Cortázar en las suyas; están, como todas las de Julio, en los volúmenes que compiló Aurora Bernárdez y que ahora pueden consultarse, en ese caso al menos, como el mayor monumento que un autor puede hacerle a un editor.
Las relaciones entre autor y editor han sido marcadas en los últimos tiempos por la existencia de intermediarios que seguramente han mejorado el negocio pero que no necesariamente han animado a la persistencia de una relación radicalmente humana y directa, como la que tuvieron, a la vista de esa correspondencia, Cortázar y Porrúa. Lo que ocurría entre ellos era una relación de usted (no de vos ni de tú; de usted). Eso no era así sólo desde el punto de vista del lenguaje que usaban para tratarse, que en principio fue de usted, sino que se correspondía con la propia eficacia del trabajo: lo que Cortázar le decía tenía que ver con los asuntos del oficio; y mientras esa relación fue así, oficial y de caballeros, uno y otro debieron aprender mucho, del mismo modo que muchos otros (como Pradera, seguramente como Barral, es probable que como Vallcorba) aprendieron de Porrúa en persona o a distancia.
Esas cartas le levantaron la moral a Cortázar, cuando creía que su porvenir eran unos libros arrumbados en un almacén de los que los rescató Porrúa; y cuando ya el escritor era el gran autor de Rayuela, aquel resplandor que se dio entre ambos no conoció tregua, sino que fue alimentando una amistad que hoy sería, muy probablemente, uno de los más excepcionales elementos que constituyeron el llamado boom de la literatura latinoamericana. Entre los protagonistas de ese universo narrativo que hizo explosión están, como se recuerda siempre, los nombres propios que todos conocemos (Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa…, en el ámbito puramente literario), Carmen Balcells, como agente de todos los citados, y después de Julio Cortázar), y Carlos Barral… No incluir en esa lista a Porrúa, que fue resplandor primerizo y original de tremendo suceso, pone de los nervios a quienes han estudiado bien la historia; en concreto, ante esa omisión que es muy frecuente entre nosotros (y que era de la que alertaba Pradera) reaccionaba Luis Harss en la esperada, y eficaz, reedición de su Los nuestros, la imperdible acta notarial del inicio verdadero del boom. En ese libro Porrúa está en su sitio, como lo está ya en la historia. Está en su sitio y ese sitio representa un resplandor.
Lo fue, digo, para Cortázar. Un resplandor. Y lo fue, en gran medida, para Gabriel García Márquez. Éste contaba que Porrúa le avisó de que se iban a imprimir siete u ocho mil volúmenes de Cien años de soledad; entonces, en Argentina, donde la Sudamericana de Porrúa apostó tan fuerte por la obra maestra de Gabo, esa cifra era una heroicidad. Pero Porrúa sabía lo que hacía: esa era también una heroicidad en España, y antes de que cantara el gallo ya esa cifra resultaba ridícula, en Argentina, en el mundo, para lo que la gente fue pidiendo de inmediato. No fue tan solo la gente: la gente lee y demanda; es el gusto del editor, su capacidad tensa de riesgo, la que de algún modo convoca de inmediato el gusto ajeno. Y García Márquez comprobó en seguida que estaba en manos de un editor capaz de la magia de comunicar que era oro lo que relucía.
La vida actúa, decía Fernando Arrabal, en golpes de teatro. A veces el teatro es la realidad, y ésta te convoca a seguir los pasos de los maestros, para hacerles caso. Un mediodía triste de Barcelona, sol y lágrimas, casi otoño de 2009, en la despedida de otro gran editor (en este caso, un publisher clave, un empresario editorial, Antonio López Lamadrid) vi en medio de la multitud melancólica el resplandor de un pelo blanquísimo, blanquísimo, como la nieve de invierno en Lleida. Al lado de aquel cuerpo vestido también de blanco iba la admirable mujer, espléndida agente literaria, Isabel Monteagudo.
Ese hombre de blanco, como un resplandor, era Paco Porrúa, que desde hacía rato vivía en Barcelona. Me acerqué, le di el recado de siempre de Pradera, y me citó para algún tiempo más tarde. Luego el teléfono fue despidiendo excusas: él ya no estaba para entrevistas ni siquiera para café o mate o para nada más que para el descanso que merecía su cuerpo cansado, vestido en aquel momento del entierro de Toni con aquella elegancia que lo convertían en un bello indiano de sombrero blanco.
Desde entonces, desde aquel encuentro, incluso cuando leo las cartas de Cortázar me lo imagino así, con su bastón, con ese traje, bajo el sol, revisando las pruebas de Rayuela, corrigiendo los apresuramientos de Cien años de soledad, ejerciendo uno de los oficios más bellos del mundo. Mientras estén su recuerdo y sus ejemplos, ese oficio de editar lo tendrá como un referente ineludible. Fue un resplandor, como nos decía Javier Pradera.
Babelia
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