Retrato del artista en su juventud
Un repaso a los primeros años de la carrera de Goya
“Salimos de Zaragoza pa Madrid día 3 de enero del año de 1775 y llegamos el 10". Con estas palabras, escritas en un pequeño cuaderno empezado durante sus viajes por Italia (1769-70), Goya documenta su llegada a Madrid. El artista, que contaba veintinueve años de edad y al que acompañaban su esposa Josefa y posiblemente el primer hijo de la pareja, se instaló en casa de su cuñado, el pintor de cámara Francisco Bayeu, situada en el numero 7 de la calle del Reloj.
Se trataba de un hogar en el que se respiraba arte y sentido familiar: Ramón Bayeu, hermano pequeño de Francisco, era el ayudante de éste, y su esposa, Sebastiana Merklein, era hija de su maestro; su hija Feliciana, de un año de edad, y su hermana María completaban el censo familiar. Pintor de éxito en la corte y doce años mayor que Goya y Ramón, Francisco Bayeu era el páter familias indiscutible.
El primer trabajo que se le encomienda es pintar los cartones para unos tapices con escenas de caza destinados al comedor de los príncipes en el palacio de San Lorenzo del Escorial. La serie ya la había empezado el año anterior Ramón Bayeu, quien tenía entregados cinco cartones a finales de febrero de 1775, cuando pasó a ayudar a Anton Raphael Mengs en el fresco de la Apoteosis de Trajano para el comedor del rey del Palacio Real (hoy Salón Gasparini). Goya terminó la serie, entregando cuatro cartones a finales de mayo y otros cinco a finales de octubre. Cuatro meses después, Ramón apadrinó al segundo hijo de Goya, Eusebio, nacido el 15 de diciembre.
En 1775, solo seis pintores trabajaban en la corte bajo la supervisión del primero de ellos, Mengs, número sorprendentemente bajo si pensamos en lo que supone decorar con frescos y tapices el Palacio Real y otras residencias; retratar al monarca, a los infantes y a miembros de la corte; cumplir con encargos religiosos y otras tareas, y ―si se autorizaba― pintar para otros clientes. La nómina seguiría siendo reducida. En junio de 1776, Goya, Ramón Bayeu y José del Castillo aspiran a otros tantos puestos de pintor del rey, pero no se concede ninguna plaza nueva. No obstante, por recomendación de Mengs se le asigna a cada uno de ellos un modesto salario anual ―el de Goya asciende a 8.000 reales― que se complementará con un pago por cada obra que realicen.
Al mismo tiempo, Joseph Napoli, que era desde 1762 sotayuda de la furriera, solicitó un estipendio para que su hijo Manuel acompañase a Mengs en su inminente regreso a Roma, y obtuvo una dieta de 7 reales. Es posible que el éxito de Napoli animase a Goya a buscar ayuda para estudiar en Roma. En un borrador de carta incluido en el Cuaderno italiano, el artista le pide al destinatario — que no consta, aunque presumiblemente es Mengs― un estipendio que le permita estudiar con él en Roma. Algunos pasajes de ese borrador, como “bien sabe Dios qe si Vm se ba a mi me hira muy mal”, parecen indicar que fue escrito después de que se le denegara su petición de ascenso. Revelan asimismo que es muy sensible a las rivalidades e intrigas de la corte, cuestiones que se comentan con frecuencia en la correspondencia con su amigo Martin Zapater.
Al contrario de lo que predice, sin embargo, no le iría “muy mal” tras la marcha de Mengs. El 30 de octubre de 1776 entrega La merienda para el comedor de los príncipes en el palacio del Pardo, que es el primer cartón que considera de su propia invención. La caracterización de los personajes que vemos en él, similares a los popularizados por los sainetes de Ramón de la Cruz que por entonces se representan en los teatros de Madrid, establece un nuevo modelo que enseguida emularan Ramón Bayeu y José del Castillo.
No son años fáciles para Goya. Trabaja para impresionar a sus superiores y clientes, y el Baile a orillas del Manzanares lo entrega el 3 de marzo de 1777, cuando padece una grave enfermedad. En abril, ya recuperado, le agradece a Zapater su preocupación y añade: “gracias a Dios que me he escapado de Buena”. Y aunque va ganando en reputación, no deja de temer nuevos reveses.
En febrero de 1779 le cuenta a Zapater que les ha presentado personalmente cuatro cartones de tapices a Carlos III y los Príncipes de Asturias, y “que no podía desear mas en cuanto a gustarles mis obras”, pese a lo cual, concluía la carta, “Pero chiquio, campicos y buena vida, nadie me sacara de opinión y mas que ahora empiezo a tener enemigos mayores y con mayor encono”. Goya y Josefa dejan la casa de Bayeu para instalarse en el numero 1 de la calle del Desengaño, donde en 1784 nace su hijo Francisco Javier. Según una relación que figura en el Cuaderno italiano, entre 1774 y 1782 Josefa había dado a luz a seis hijos, ninguno de los cuales sobrevivió; los continuos embarazos y sus frustrados desenlaces nos hacen entender mejor lo que el artista le dice a Zapater en una carta de agosto de 1780: “la casa es la sepultura de las mujeres”.
Ampliando horizontes: 1780-1786
No tenemos ningún indicio de la reacción de Goya al parón de la actividad de la Fabrica de Tapices que en marzo de 1780 decide Carlos III ante “las urgencias actuales” derivadas de la guerra contra los ingleses. Es probable que deseara una oportunidad para pintar obras de más prestigio, como el Cristo crucificado (Museo del Prado), que termina a principios del mes de mayo como pieza de presentación previa a su nombramiento como académico de mérito de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Sus cartas a Zapater de esa primavera y ese verano solo nos revelan sus ganas de volver a Zaragoza, de ver allí a sus amigos y de empezar los bocetos para los frescos de la basílica del Pilar, donde va a trabajar con Ramón y Francisco Bayeu. La amarga decepción en que acaba aquel encargo, y que inicia un quinquenio de distanciamiento de sus cuñados, está recogida en las biografías del artista.
Sin el apoyo de sus cuñados y perdidos los ingresos que le proporcionaban los cartones para tapices, Goya regresa a Madrid en junio de 1781. A finales de julio recibe buenas noticias, pues se le comunica que está entre los siete artistas invitados a pintar los altares de la iglesia de San Francisco el Grande. En el que realiza se plasma la jerarquía entre lo celestial y lo terrenal: Alfonso V de Aragón se arrodilla ante un san Bernardino de Siena, que está predicando bajo un rayo de luz divina. Los cortesanos presentes en la escena miran a lo alto, boquiabiertos por el asombro, con la excepción de una figura situada a la derecha del cuadro: es un autorretrato de Goya, que mira directamente al espectador. Se trata del primero de tres importantes encargos en los que el artista alude a su condición de servidor en la corte: en un retrato de cuerpo entero del ministro Floridablanca, se pinta como una figura diminuta que presenta un lienzo a la aprobación de su poderoso protector; y al año siguiente le vemos agachado mientras retrata, también de cuerpo entero, a la familia del infante don Luis (Mamiano di Traversetolo, Parma, Fundacion Magnani-Rocca).
Como buen cortesano, Goya está siempre vigilante. Escribe sobre la preocupación de Floridablanca tras la paz con Inglaterra, y sobre el posado del ministro para su retrato. Las palabras de ánimo de sus superiores o sus silencios tienen un efecto directo sobre su estado de ánimo: aunque en una carta de julio de 1783 manifiesta su decepción por no tener nada nuevo que contar, dos meses después se muestra entusiasmado por la cálida acogida que le dispensa el hermano del rey, el infante don Luis, en su propiedad de Arenas de San Pedro (Ávila); allí, el infante le elogia tanto la calidad de sus retratos como su destreza en la caza. La generosidad de don Luis alcanza también a la familia del artista, pues le regala para Josefa un traje que vale 30.000 reales, y a su hermano menor, Camilo, le concede una capellanía en la colegiata de Chinchón (Madrid). De nuevo en la corte, el silencio de Floridablanca sigue atormentándole, y le lleva a buscar el consejo de “onbres prudentes” para quienes, no obstante, “es mejor señal el estar silencioso y no aber echo demonstración conmigo”.
También aumentan durante estos años sus responsabilidades familiares. Tras el fallecimiento de su padre, en diciembre de 1781, envía regularmente dinero a su familia por medio de Zapater. Cuando Camilo se va a Chinchón para ocupar su nuevo puesto, la madre de ambos, Gracia Lucientes, se instala en casa de Goya, en Madrid, donde reside desde septiembre de 1783 hasta noviembre de 1784; y en 1787 llega, con su familia, su hermano Tomás. El 2 de diciembre de 1784 nace Francisco Javier, el único de sus hijos que llegaría a la edad adulta: la oración del artista “Dios quiera este se pueda lograr” es finalmente atendida.
Mientras tanto, Goya va consiguiendo nuevos clientes y encargos, para lo que posiblemente se beneficia de su pertenencia a la Real Academia de San Fernando. En septiembre de 1780, cuatro meses después de su ingreso en la institución, es elegido académico de honor Gaspar Melchor de Jovellanos, y es más o menos por entonces cuando éste le encarga su retrato (Oviedo, Museo de Bellas Artes). Como presidente del Consejo de Órdenes, Jovellanos le encarga también cuatro cuadros de altar para el Colegio de Calatrava, en Salamanca, que termina en octubre de 1784. Es posible que al año siguiente Juan Agustín Ceán Bermúdez, que es primer oficial de la secretaría del Banco de San Carlos y amigo de Gaspar Melchor de Jovellanos, le recomiende para retratar a los directores del banco, pues actúa como intermediario del primer pago en 1785. Ese mismo año, Goya es designado teniente director de Pintura en la Academia, y recibe el primero de diversos encargos de uno de sus consiliarios, el duque de Osuna.
Un artista de “genio” en la corte
"Trabajo siempre con el mismo onor lo que me da gusto, sin tener que tratar con ningún enemigo ni sugeción de nadie, no quiero hacer antecamaras tengo bastante y no me mato por nada”. Estas palabras dirigidas a Zapater ponen de manifiesto la satisfacción de Goya con lo que ha conseguido, y una tranquilidad que sin embargo no va a durar mucho. El 25 de marzo de 1786 ―el mismo día en que Goya escribe esta carta― muere Cornelio Vandergoten, director de la Real Fábrica de Tapices, y los debates que entonces tienen lugar sobre la mejor manera de administrar la institución concluyen con el nombramiento de dos pintores asalariados para que realicen los cartones.
El 25 de junio, Goya y Ramón Bayeu son nombrados pintores del rey, con un salario anual de 15.000 reales. El perdedor es José del Castillo, a pesar de que su nombre es el primero que se baraja. La rueda de la fortuna de la que dependen los pintores de la corte sigue girando. Goya tiene ahora que hacer frente a las obligaciones que se derivan de su condición de pintor del rey y académico, además de atender a su clientela particular, con lo que su vida adquiere un ritmo frenético. Así lo confiesa en una carta que escribe en el mes de diciembre, cuando sustituye a Bayeu en una clase de la Academia: “tengo tanto que hacer que no tengo lugar para nada, pues más quisiera ser hinfeliz y estar junto a ti y lograr aquella satisfacción que hemos tenido, que no estar aplaudido y con satisfacciones con el Rey, y los Príncipes, y lleno de cuidados”.
Al revés de lo que dice, en realidad Goya está encantado con las “satisfacciones con el Rey”, y así lo expresa en junio de 1787 comentando un encargo de tres pinturas para la iglesia vallisoletana de Santa Ana: “se a de acer porque lo ha mandado el Rey con que mira si estaré contento”. Pero a la vez que crece su prestigio lo hace también su ansiedad, como pone de manifiesto, en mayo de 1788, su reacción al encargo de La pradera de San Isidro: “no duermo ni sosiego hasta salir del asumpto, y no le llames vivir, a esta vida que yo hago”. Ni siquiera cuando se le comunica, en abril de 1789, que ha sido nombrado pintor de cámara abandona Goya sus recelos: “En cuanto a caballo que alcanza, orebienta o pasa, tengo la desgracia de tener muy malo el camino, por la bariación de los tiempos”.
En la misma semana en que jura el cargo es uno de los muchos artistas designados para realizar el inventario de la Colección Real, tarea que se suma a la necesidad de retratar a los nuevos monarcas para la corte y a sus clientes particulares. En febrero de 1790 reconoce la buena posición de la que goza, pues escribe: “ombre tan conocido que de los Reyes abajo todo el mundo me conoce y no puedo reducir tan facil mi genio como tal vez otros lo harían”. Cuatro meses después, ese “genio” suyo le enfrentara a los supervisores y oficiales de la corte.
En abril de 1790, Mariano Maella, supervisor del trabajo de Goya en la Real Fábrica de Tapices, informa a Francesco Sabatini, primer arquitecto de cámara, de que el pintor se niega a obedecer sus órdenes, e insiste en que el las recibe del sumiller de corps, el marqués de Valdecarzana. Sabatini no tarda en contarle la resistencia de Goya al marqués de Santa Cruz, pese a lo cual pasa un año hasta que la cuestión se resuelve. Con una licencia de dos meses que le concede Valdecarzana para que vaya a Valencia, el artista deja la capital en agosto. Aburrido, se queja a Zapater de que ya no soporta que le sigan hablando de la Albufera; de no ser porque la licencia especificaba que debía ir a Valencia, habría ido a Zaragoza a ver a su amigo. Y enseguida hará justamente eso.
De nuevo en Madrid, Goya visita el sábado 9 de octubre a Joseph Yoldi, y le encuentra escribiéndole una carta a Zapater. Empiezan a bromear sobre la posibilidad de entregársela en mano, y al poco tiempo están de camino. Llegan a Zaragoza el 12 de octubre, justo a tiempo para las fiestas del Pilar. La Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País le nombra “socio de mérito”, distinción que se le concede el 22 de octubre y que el agradece en una carta del 29. Tal vez fuera esa la excusa para prolongar su estancia en Zaragoza, pues se queda en casa de Zapater hasta el 4 de noviembre.
Como ha salido de la capital a primeros de octubre, parece que Goya no está enterado de la epidemia de viruela de la que se informa en la primera página del Diario de Madrid del 11 de octubre, en un anuncio de un tratado sobre la enfermedad. Y da la impresión de que, mientras está en Zaragoza, está desconectado de su familia. Al regresar a casa el 10 de noviembre, encuentra a su único hijo, Javier, “echo un monstruo de inchado lleno de viruelas”; sometido a cuarentena, Goya no va a palacio en cuarenta días, no tarda en sentirse enfermo. En diciembre escribe: “Yo auno [sic] he enpezado a trabajar nada, ni he tenido con mis males humor”.
Pero, aun enfermo, Goya piensa en su posición, y le pide a Zapater que le ayude a investigar su genealogía. A finales de diciembre, ya recuperado, Goya va a ver a Carlos IV con cierta inquietud, “porque a abido personal de mi profession que a dicho, en el mismo quarto que no le quería servir”. Habida cuenta de las intrigas de la corte, así como de la prolongada ausencia del artista ―desde agosto― y de su reiterada negativa a pintar cartones para tapices, no es de extrañar que hubiera rumores de ese tipo. Pero no tendrán ningún efecto inmediato: hay que esperar a mayo de 1791 para que el artista transija y pida las medidas de los cartones que tiene que pintar para el despacho del rey en el palacio escurialense; en agosto de ese mismo año responde a otra orden sobre sus progresos en el inventario de las pinturas que alberga el Palacio Real: dice que está terminado, pero que desea revisarlo. En octubre se le concede una nueva licencia, de un mes en este caso, para ir a Zaragoza. En la factura que presenta a final de año por los cartones que ha pintado figuran “quatro marcos tallados”, que posiblemente corresponden a la presentación de cuatro bocetos para La boda, Los zancos, Las mozas del cántaro y El pelele.
El retraso de Goya en acometer los cartones a su tamaño ―no se pidieron los lienzos hasta el 26 de junio de 1792―podría reflejar la distracción causada por los acontecimientos de la corte: en febrero el conde de Floridablanca es cesado y sustituido por el aragonés conde de Aranda. Zapater, que está tratando de conseguir junto con Francisco Bayeu la aprobación del nuevo ministro para su proyecto de convertir la escuela de dibujo de Zaragoza en una real academia de bellas artes, llega en marzo a Madrid, donde se queda hasta agosto. Esa primavera pasa también por la capital Sebastian Martínez, que ha venido desde Cádiz y que entonces posa para su retrato de Goya (Nueva York, Metropolitan Museum). Como protector de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Aranda designa como nuevo viceprotector a Bernardo de Iriarte, quien pide a veintitrés académicos, Goya entre ellos, que realicen una revisión de las enseñanzas que se imparten en la institución.
La notificación se les envía en julio, y a continuación se celebran varias reuniones: el 19 de agosto, el 14 y el 28 de octubre, el 18 de noviembre y el 30 de junio de 1793. Goya asiste a la primera de ellas, en la que Iriarte les pide a cada uno de ellos que ponga por escrito sus ideas sobre la forma de mejorar los estudios de la Academia, tarea que han de completar en el plazo de un mes. Cuando el 28 de octubre se leen los informes, en el de Goya se cuestiona la validez misma de las enseñanzas académicas: “digo: Que las Academias, no deben ser privativas, ni servir mas que de Auxilio a los que libremente quieren estudiar en ellas”. Una vez más, su “genio” le enfrenta a sus colegas.
Suponemos que durante esos meses, y pese a la enfermedad que padece en noviembre, Goya sigue pintando la que sería su última serie de cartones. A finales de enero o principios de febrero del año siguiente hace su primer viaje a Andalucía; visita Sevilla, donde vuelve a caer enfermo, y después Cádiz, donde se recupera en casa de Sebastián Martínez. Posiblemente en mayo, pero con seguridad el 5 de junio, se encuentra de nuevo en Madrid, lo bastante recobrado para ir andando desde el monasterio de la Encarnación hasta el paseo del Prado. En el trayecto pierde una cajita de oro, tal vez porque su reciente sordera le impide oír el ruido que hace al caérsele del bolsillo. En los meses y años siguientes, Goya dejará de pintar cartones para tapices, pues es ya el primer retratista y pintor religioso de Madrid. Pero los temas que ha introducido en ellos ―mujeres jóvenes y viejas, hombres de arrojo y afeminados, niños alegres y miedosos―, así como los vaivenes que ha experimentado su fortuna como pintor que asciende en la jerarquía de la corte, hallarán nueva vida en sus dibujos y estampas. Pero eso es ya otra historia.
Janis Tomlinson es biógrafa de Goya
Babelia
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