John Waters : “Lo realmente terrorífico es quedarse en casa”
El escritor y director estadounidense acaba de publicar 'Carsick'
“Lo que realmente es terrorífico es quedarse en casa”, afirma John Waters en el sofá de su salón cuando se le pregunta si pasó miedo durante los nueve días que, con 66 años, empleó en atravesar a dedo Estados Unidos desde Baltimore a San Francisco para escribir Carsick (Caja Negra), su nuevo libro. La casa de Waters, sombría pese a la luminosa mañana de otoño y repleta de aromas antiguos, de libros amontonados y maderas viejas, está en una de las zonas arboladas y tranquilas del duro Baltimore que retrató The Wire.
Más que aterrorizar, la mansión inquieta, sensación a la que contribuyen algunos detalles macabros. Chucky, el muñeco asesino, asoma tras una mesa en penumbra. Cerca, un siniestro bebé de goma recostado en un sillón advierte al visitante que no se le puede tocar. Unos metros más allá, junto a un silla eléctrica, descansa una Metralleta Tommy, el arma que usaron todos los grandes gánsteres, desde John Dillinger a Bonnie y Clyde. Pero tal vez lo más sobrecogedor sea una foto de los setenta de Leif Garrett, con mechas y pelo cardado. “¿Quién dices que es?”, pregunta Waters al reportero.
La gente que sube a autoestopistas es buena, a menos que sean asesinos
“Sí”, insiste el director de Pink Flamingos y Hairspray, “lo que más miedo da es quedarse en casa y no salir a ver lo que hay fuera. Eso sí que es algo que hay que temer”.
—¿Y para ver lo que hay fuera hay que hacer autoestop, algo que ya nadie hace?
—Quería una aventura, estaba en mi crisis de la mediana edad, quería algo peligroso. Otros se compran deportivos o tienen amantes.
—Estaba aburrido…
—No, nunca estoy en aburrido. Mientras pueda observar a los seres humanos nunca me aburriré. Cuando era joven me gustaba hacer dedo y me planteé cuál sería la diferencia. Y hay muchas. Una es que nadie intenta tener sexo contigo. Cuando tienes 19 años todos quieren. Otra es que ya no hay autoestopistas. La gente tiene miedo por los asesinos en serie, las películas de terror.
Waters, de 68 años, lee siete periódicos diarios (“Soy un yonki de las noticias”) y lleva una vida ordenada, con algunas visitas al cercano cementerio donde descansa Harris Glen Milstead, la inolvidable drag Divine de Pink Flamingos. “Estoy muy bien aquí. Nunca he tenido un trabajo real. Lo único que hice fue trabajar en una librería, y ya casi no quedan. Para mí el éxito es poder comprar cualquier libro sin mirar el precio y no tener que estar rodeado de gilipollas. Eso es ser rico. No tiene nada que ver con el dinero”.
La gente dice que ama la naturaleza. Yo no, siempre intenta matarme
—¿Quería demostrar que Estados Unidos es seguro?
—Nada es seguro. Si te quedas en casa un avión puede estrellarse contra ella. Un amigo mío se cayó del tejado esta semana haciendo un trabajo. La naturaleza conspira para matarte desde que naces. La gente dice que ama la naturaleza. Yo no, siempre intenta matarme.
Carsick es un viaje de 300 páginas con tres escalas. Las dos primeras, Lo mejor que podría pasar y Lo peor que podría pasar, son ficción desbordada, hilarante, agotadora. En esos dos capítulos, Waters imagina el mejor y el peor de los viajes, con aventuras repletas de personajes imposibles. “Si todas las fantasías se hubieran dado de verdad, habría sido muy fatigoso”, admite.
Son páginas por las que desfilan actores porno retirados, presidiarios de vergas descomunales, policías que cabalgan tornados, ancianas secuestradoras y todos los personajes salidos de la mente del autor de Mis modelos de conducta. El momento cumbre llega cuando Waters es sodomizado por unos extraterrestres, lo que convierte su recto en un órgano mágico capaz de hacer milagros, como cantar un dúo con Connie Francis.
El último capítulo, Lo que realmente sucedió, es un homenaje a la buena gente que el autor conoció armado de cartones escritos a mano con leyendas como </CF>No soy un psicópata.
—¿Cómo es la gente en la carretera?
—La gente que sube a autoestopistas, a menos que sean asesinos en serie, es buena, personas que prefieren hablar antes que oír la radio. Es gente a la que le gusta la gente. Nunca tuve la sensación de estar en peligro. Y si lo estuve, no me di cuenta. El mayor peligro fue el de que nadie me subiera a su coche.
—¿Aprendió algo?
—Me cambió la percepción que tenía de este país, que no es tan predecible como pensaba.
Waters devuelve a la América que parodió algo de lo que de ella recibió. Dormir en hoteles baratos, comer en Mcdonald's, pasar horas bajo la lluvia con una bolsa de imitación de cocodrilo y cinco pares de calzoncillos no deja de ser una expiación. “Sólo me río de las cosas que amo, que admiro y no acabo de comprender”, afirma.
—¿Le reconocieron?
—Sólo dos mujeres, el primer día, aquí en Baltimore. Incluso la gente que me reconoció no se creía que era yo. No daban crédito. Es como si subes a alguien y te dice que es Franco.
Los compañeros de viaje de la parte real del libro fueron gente corriente: un granjero, un minero, un joven republicano con un Corvette, un veterano de Vietnam, un directivo de una cadena de tiendas… En un momento dado, su aventura se tornó viral cuando los miembros de un grupo indie tuiteraron su encuentro con el realizador.
Waters no piensa repetir. Ahora se dedicará a la promoción del libro y a recorrer ciudades de Estados Unidos con un monólogo navideño. Terminada la entrevista y la sesión de fotos, el escritor saca una Polaroid y pide que el reportero y el fotógrafo posen para él. “En este casa siempre se queda una foto de quien la visita”, explica con tono imperativo bajo la dulce mirada de Leif Garrett.
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