Los condenados del ‘rocanrol’
Lo sabemos todos pero conviene refrescarlo: existe toda una frondosa rama del rock español que lleva decenios en la obscuridad. Da lo mismo que propicie reuniones que, algunos años, resultaron más masivas que cualquier festival indie. En general, el heavy metal y, en menor medida, el rock urbano nacional, viven por debajo del radar mediático.
Sus intérpretes son víctimas de prejuicios más clasistas que estéticos. Aunque es cierto que históricamente han carecido de portavoces. El único que dominaba el juego de los medios era Ramoncín, que finalmente respondía a su agenda particular. Además, estos músicos (y sus seguidores) tienen el antipático prurito de atribuirse la categoría de rock en exclusividad. En su visión, el rock está además adornado de las virtudes de solidaridad y rebelión. Mariskal Romero, maestro de la demagogia, lo expresa con su habitual rotundidad: "Cuando el rock no es protesta ni es reivindicativo, lo llamamos pop".
La frase aparece en Mamá, quiero ser artista (Círculo Rojo Editorial), libro de Amado Storni que contiene unas cuarenta entrevistas, focalizadas en una crisis que comenzó con el siglo. Los interlocutores son músicos o periodistas de lo que Storni denomina "rocanrol", desde históricos tipo Julio Castejón (Asfalto) a recientes magos del mástil como Jorge Salán.
Storni centra sus cuestionarios en las discográficas, Internet y la SGAE. Puede sorprender que, a pesar del carácter revoltoso de los interrogados, casi todos se muestren favorables a la función de SGAE; lamentan los excesos imperiales de Teddy Bautista pero rescatan su labor esencial. Como idea novedosa, la de Johnny Cifuentes (Burning), que sugiere "traer a tres gestores finlandeses, que tienen fama de ser muy honrados, para recaudar y repartir".
El planteamiento de Storni evita otros puntos candentes del negocio: managers, promotores, locales, medios (aunque músicos veteranos lamentan aquí la ausencia de la payola, el dinero que garantizaba radiaciones en determinados programas o emisoras). De vez en cuando se escapan anécdotas sangrantes. Eugenio Muñoz, alías Uge, guitarrista de Extremoduro entre 1993 y 1995, recuerda los peculiares repartos de Robe Iniesta: "He tocado en Madrid y he cobrado 2.000 pesetas. Y la sala a reventar. En el siguiente bolo había veinte gramos de farla y allí no cobraba ni Dios".
El heavy metal y el rock urbano viven por debajo del radar mediático
Los músicos, ya se sabe, practican el "perro no come perro". Son notables excepciones dos cantantes lenguaraces. Sherpa, miembro fundador de Barón Rojo, alardea de su bajo consumo cultural —"nunca tuve un duro para comprarme un disco y cuando lo tenía me compraba unos zapatos"— después de quejarse de las bajas ventas de sus discos autoeditados ("sacarlos me ha costado seis mil euros de mi bolsillo").
Otro exaltado es José Carlos Molina, de Ñu: "Ningún músico, de los más de sesenta que han pasado por Ñu, han dejado huella. No he aprendido nada de ninguno. Aquí el único que ha vivido de la música he sido yo; ni Barón Rojo ha vivido siempre de la música". Exige reciprocidad, ante la invasión de leyendas foráneas: "Tampoco acudo a los conciertos para ver a Iron Maiden o a Megadeth, a toda esa gente extranjera que vienen a llevarse la pasta. No voy a ir a hacer el gilipollas con todos los heavies VIP. ¡No hombre, no! Cuando me lleven a Inglaterra o Estados Unidos entonces iré a verlos".
Disculpen estas citas un poco extravagantes. Mamá, quiero ser artista muestra que los creadores del rock de pelos largos están tan desconcertados como el resto de los músicos. Piden respeto social para su profesión, proponen cuidar las ediciones físicas de sus discos, sugieren imitar el modelo francés de protección de los eventuales de la cultura. Mientras, siguen literalmente condenados al rock. A grabar discos que tal vez terminarán en números rojos, a buscar bolos. El Drogas, antes con Barricada y Txarrena, se sincera: "Si dejo de tocar tendría que vivir de lo que gana mi socia limpiando la piscina del barrio".
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