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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Viviendo en la era ‘twee’

Marc Spitz argumenta que Brooklyn constituye ahora la principal exportación cultural de EE UU

Diego A. Manrique
Foto promocional de Marc Spitz y portada de su libro 'Twee'.
Foto promocional de Marc Spitz y portada de su libro 'Twee'.

La pregunta más temible: ¿hacia dónde va la música pop?

En épocas anteriores, con cierto esfuerzo, uno podía creer tener una visión panorámica de las tendencias ascendentes del pop. Ahora, tal presunción resultaría risible. Con Internet, el pop se ha atomizado y, gracias a la autoedición, se extiende efectivamente hacia el infinito.

Ni siquiera podemos estar seguros de localizar hasta donde llega el mainstream, la corriente principal: con la jibarización de las ventas, las listas han perdido su fiabilidad; los prodigios del marketing colocan en el número uno a novedades que a la semana siguiente bajan en picado.

Así que uno se abalanza ansiosamente sobre cualquier texto que pretenda dar sentido aunque solo sea a una fracción de la realidad. Eso ocurre con Twee, de Marc Spitz (HarperCollins, 2014). Puede ser un balbuceo de bebe pero, como adjetivo, twee tiene traducciones contradictorias. En sentido positivo, twee sería lindo, precioso, dulce, delicado. Pero también se usa de modo peyorativo: cursi, afectado, repipi, incluso ñoño.

Tratándose de música indie, nos lleva inmediatamente a pensar en Belle & Sebastian, Jonathan Richman y todo lo editado en el sello Sarah (o, entre nosotros, Elefant Records, que felizmente sigue en activo, desde su base en Las Rozas). De hecho, en España ya se habló de ñoñipop, etiqueta que cubría desde lo sublime –el Donosti sound, también denominado “pop de mesa camilla”- al frikismo: cuando uno se topa con reivindicaciones de Parchís o Enrique y Ana, urge salir corriendo.

Marc Spitz argumenta que Brooklyn constituye ahora la principal exportación cultural de Estados Unidos

Marc Spitz es más ambicioso que todo eso. De hecho, su tomo se subtitula “la revolución blanda en la música, los libros, la televisión, la moda y el cine”. Como freelancer, Spitz sabe que una capa de hipérbole ayuda extraordinariamente a vender un reportaje. En la primera página, afirma que “el twee es el movimiento juvenil más importante desde el punk y el hip-hop”. Debió hacer una pausa tras escribir semejante frase. Ya que no le cayó un rayo, siguió delirando.

Spitz sugiere que el twee es un estilo de vida y que tiene incluso su ciudad-modelo: Brooklyn. Asegura que Brooklyn constituye ahora la principal exportación cultural de Estados Unidos, como lo fueron Hollywood o Silicon Valley. No explora demasiado la internacionalización del twee, aunque cabe sospechar que encontraría a la twee tribe en zonas del Malasaña madrileño o el Shoreditch londinense.

¿Y cómo es el twee en carne y hueso? Según Spitz, la superación del hipster. En verdad, fantasea sobre un hipster políticamente correcto: enemigo del bullying, simpatizante del mundo gay, alguien (de cualquier sexo) que ha digerido el postfeminismo, que no reconoce prejuicios, especialmente raciales (aunque haya pocas caras afroamericanas, aparte de Kanye West o Childish Gambino).

En general, el individuo twee pretende conservar el niño que fue (y desconfía de la adultez como estado mental). Cultiva una pasión que le distingue, involucrándose en una banda, un blog, una tienda (lo artesano, lo ecológico son cualidades buscadas). Compra de forma muy selectiva. Usa tal panoplia de referencias subculturales que podría desconcertar a cualquier espía: personajes de libros infantiles, letras de Morrissey, frases de películas de series televisivas. Pero no pasa nada, nos tranquiliza Spitz: el twee es esencialmente bondadoso, está dispuesto a compartir sus hallazgos y se ha liberado de la peste de la ironía, del imperio de lo cool.

Ya habrán detectado el problema: Spitz parece habitar en los mundos de Yupi. Y no sabe cuándo parar. Buscando legitimidad, intenta ahormar como twee a Walt Disney, Anna Frank, J. D. Salinger, Truman Capote, Sylvia Plath, REM o Kurt Cobain. Como buen periodista, acierta cuando aplica su catalejo a fenómenos localizados: los cineastas mumblecore, la editorial McSweeney’s, la carrera de Zooey Deschanel. Por el contrario, tropieza al intentar la antropología cultural. Lo que pudo ser guía valiosa de una sensibilidad minoritaria queda reducido a catálogo, para uso de agencias publicitarias y demás proxenetas de tendencias.

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