¿Verano de clásicos o de novedades?
El dilema: ¿visitar los jardines de Homero o jugársela con superventas como 'El jilguero'?
Sangre de clásico
Por Ricard Ruiz Garzón
Cada verano igual: ¿qué es mejor, hacer el turista por los jardines de Homero, Petrarca y Chateaubriand, o jugársela en la selva, preñada de alimañas, de novedades sonadas como, este año, Tom Perrotta, Karl Ove Knausgård y Wajdi Mouawad Uno acaba haciendo ambas cosas, desde luego: ¡viva el riesgo! Y a veces, como en el Ánima de Mouawad (Destino), ambas en una. ¿O no es posible, acaso, prefigurar en un libro las hechuras de la posteridad? Dice Calvino en Por qué leer los clásicos: "Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura". En Ánima, por mucho que sea un thriller, uno relee. Relee a Sófocles, a Esopo, a Camus y a Céline, palimpsestos salvajes en una obra narrada, no en vano, por animales. Uno relee la tragedia griega, relee a Nietzsche, relee ese Incendios que, en cine y teatro, consagró al sublime carroñero Mouawad. Y sigue Calvino: "Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad". Olvídense de lo mucho o poco que sepan de Ánima: la búsqueda de Debch en torno al asesino de su esposa, la insoportable violación inicial, el drama enterrado en las raíces; el perro, el gato, la mofeta, el homo homini lupus, sea mohawk, canadiense o libanés. Su violencia poética, su llanto final. Saber algo de eso, créanlo, es no haber leído nada. Y cierra Calvino: "Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él". Desde el Sukkwan Island de David Vann, desde La vida entera de David Grossman, es difícil hallar una obra que deje menos indiferente y redefina más. ¿Es Ánima, entonces, carne de clásico? El tiempo lo dirá, pero no importa: la carne no perdura. Su sangre, sabia savia, ya ha salpicado en cambio hasta a Calvino.
Un libro en el que vivir
Por Berna González Harbour
Quizá siempre que elegimos una novedad estamos secretamente buscando un clásico, una especie de tótem a estrenar que no solo nos acompañe en la memoria, sino que además construya un mundo que nos ayude a entender el nuestro. Que de eso se trata.
Y es lo que intenta El jilguero, el gran best seller (grande porque son 1.148 páginas, no por mucho más) que algunos metimos en la mochila de agosto. Pero cuando una editorial coloca en la faja "el primer clásico del siglo XXI", como hace Lumen con el libro de Donna Tartt, sabe que está provocando. Que se arriesga demasiado y que la Palabra se le puede estar quedando demasiado grande. Por ello, después de algunas decepciones más hijas del blablá que de las obras en sí elijo un clásico de verdad: El día de todas las almas, de Cees Nooteboom (Siruela). Este sí es un libro donde quedarse a vivir. El holandés sin Nobel levanta uno a uno los adoquines de Berlín, no para encontrar una playa, sino a sí mismo, a ti, a mí y a todos los miembros de una especie que no se conforma con lo que ve, sino que quiere darle un sentido. Las cicatrices del protagonista y de la propia Alemania, de una Europa entera herida, se superponen como placas tectónicas que empiezan a rugir. Y el desconcierto, ese gran don, es el que sale ganando. El estremecimiento también. Desconcierto ante la muerte, el olvido, el nazismo. Y estremecimiento ante un mundo que se desdobla entre el de los demás y el propio. Al protagonista le gusta "la gente que llevaba más de una persona dentro, y no digamos cuando se oponían entre sí". ¿No merece esa sola frase, esa realidad desnuda, vivir ahí? El día de… es un libro para leer más sentado que tumbado, despacio. Uno podría quedarse para siempre, párrafo arriba, párrafo abajo, merodeando. Después sí, podemos tumbarnos de nuevo y divertirnos con curiosos aspirantes, Tartt incluida. Pero sin confundir la hamaca con el techo, el que nos da cobijo.
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