Por la autogestión de los afectos
El síndrome de Williams es un trastorno de origen genético en cuyo cuadro sintomático figuran un leve retraso mental matizado por un llamativo dominio del lenguaje y una gran capacidad para la empatía. La enfermedad tiene su lado más oscuro en los problemas cardiovasculares que lleva asociados y su cara más o menos luminosa en la facilidad para el aprendizaje musical de quienes la padecen. Gabrielle, segundo largometraje de la canadiense Louise Archambault, lleva el nombre de su actriz principal, Gabrielle Marion-Rivard, afectada por el síndrome de Williams y miembro de un grupo coral de Montreal que guarda tantas similitudes con el que aparece en la película como ella misma con esta suerte de autorretrato, tocado por ciertos componentes de ficción, que encarna en la pantalla.
A Gabrielle se le ilumina el rostro cuando canta, se transforma y parece revelar una identidad arrolladora que, por sí sola, cuestiona y convierte en problemático el uso del término discapacidad para marcar su distancia con respecto a nuestras ideas consensuadas de normalidad. Archambault parece haber planeado su película para plantear preguntas pertinentes sin aspavientos, condescendencias, ni asomo de afán morboso: viviendo en una residencia, pero siempre cerca del afecto de su hermana —que planea, no obstante, un radical cambio de horizontes por sus propios motivos sentimentales—, Gabrielle esboza, en la película, el germen de una relación amorosa con uno de sus compañeros de coro y en ese punto la cineasta aborda, con mirada militante pero limpia de crispación, el controvertido tema de fondo de su discurso. ¿Es lícito querer reglamentar no ya sólo los afectos, sino también los impulsos sexuales de alguien que la comunidad sanciona como discapacitado psíquico?
La película no quiere sentar cátedra y resulta modélico el modo en el que cierra su relato, convirtiéndose en civilizado modelo de discurso cuidadosamente diseñado para abrir fructífero debate.
Babelia
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