Minutos de su vida: 8.47
En música hay pocos quórums. Lo que emociona a tu vecino podría hacerte estallar los oídos
En música (como en cualquier cosa en la vida) hay pocos quórums. Lo que para unos es agua clara y cristalina para otros no es más que aceite usado y lo que emociona a tu vecino podría hacerte estallar los oídos en treinta segundos.
A algunos les gusta el regaetton, Manel Fuentes imitando a Springsteen o los sets de Paquirrín ejerciendo de disyóquey: hay horrores para todos los gustos.
Sin embargo, entre los melómanos hay poca discusión a la hora de considerar a la Caledonia Soul Orchestra de Van Morrison como una de las mejores bandas de todos los tiempos. La formación, que acompañó a Van el Terrible allá por los 70 y con los que grabó el impresionante It’s too late to stop now (un directo capaz de convertir a un vegano en carnívoro), estaba compuesta de una docena de músicos, versados en el blues, el jazz, el soul o la música clásica. La bellísima —y explosiva— Terry Adams al chelo, la guitarra de John Platania (un músico capaz de encontrarle el punto G a cualquier cosa que tuviera cuerdas), el saxofón de Jack Schroer o el bajo de David Hayes configuraban el núcleo de una banda con una ilimitada capacidad para la improvisación y la excelencia, a los que Van Morrison dirigía con el índice de su mano derecha mientras con la izquierda agarraba el micrófono como si acariciara a una mujer en la primera cita.
De su set list, plagado de clásicos, versiones y pelotazos como Ain’t nothing you can do, Here comes the night o Domino, destacaba Caravan. La pieza, una especie de himno a la carretera donde el irlandés reclamaba a gritos que alguien subiera la música, se convirtió enseguida en uno de sus temas más recurrentes y uno de esos momentos donde el público se perdía entre los acordes de una banda irrepetible (los fans pueden reconocer el tema en el mítico concierto de despedida de The band, El último vals, con un Van Morrison apoteósico, cercano al éxtasis místico).
El escritor Nick Hornby dijo en una ocasión que no le importaría esa fuera la banda sonora de su entierro y sin ponernos funerarios, no es difícil entender a lo que se refería: Caravan reúne todas las cualidades que han hecho de Van Morrison un maldito genio: el halo de poesía imprescindible para que uno entienda su grandeza como letrista; los arreglos que permiten que cada instrumento acabe encontrando su hueco (aunque parezca que no lo haya) y ese sello, personal e inconfundible, esa energía disfrazada de bici estática, donde no es necesario contornearse o moverse un milímetro para escupir gasolina encima de una canción.
De todas las versiones de Caravan (y hay centenares), la que Van y la Caledonia se sacaron de la manga en 1973 en el Rainbow Theatre de Londres es la que se lleva la palma. El de Belfast en la plenitud de sus cuerdas vocales, Platania exprimiendo la guitarra, colando notas aquí y allá, James Trumbo y Jeff Labes poniendo las teclas boca arriba (antes de que llegara Georgie Fame, del que habrá que hablar otro día) y esa sección de cuerda, dos violines, una viola y la mencionada Terry Adams al chelo, que le ponen a uno la nuca como la piel de un tambor.
Hágase un favor, disfrute ese momento indescriptible de la historia de la música y relájese, sírvase su veneno favorito y reflexione sobre lo que eran capaces de hacer trece tipos sobre un escenario allá por 1973, cuando el mundo era joven y llevar flores en el pelo estaba bien visto.
La nostalgia, si así lo desea, es cosa suya.
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