Iliá Ehrenburg, el hombre que lo vio todo
Iliá Ehrenburg fue testigo de la revolución rusa, la guerra civil española y el holocausto Sus memorias 'Gente, años, vida' (Acantilado) ven por fin la luz sin censurar
Gente, años, vida es la edición completa y definitiva de las memorias de Iliá Grigórievich Ehrenburg, escritor, periodista, figura destacada de la vida cultural y política de la URSS. La obra —que ya conoció una edición española parcial, y, claro está, censurada, en los años sesenta— es un libro memorable por diversas razones. Para empezar, por ofrecer un recorrido detallado y sugerente por el siglo XX hasta los años sesenta. Constituye, por tanto y en primer lugar, con todas las limitaciones de la época, un itinerario personal por la experiencia soviética. En segundo lugar, la publicación periódica en la revista literaria Novi Mirde estas memorias representó para los soviéticos una auténtica ventana al mundo exterior, hasta entonces prácticamente desconocido. Gracias a Ehrenburg, los lectores viajaron a la dorada época del París de principios del siglo XX y a sus protagonistas: políticos (Lenin, Trotski), artistas, escritores, poetas, editores (Ribera, Modigliani, Picasso, Hemingway, Joyce). Pero antes el autor nos describe con detalle y lirismo contenido sus primeros pasos en la lucha revolucionaria junto a los bolcheviques en una Rusia donde el zarismo se hacía pedazos. De esta época le vienen los contactos que permiten explicar, tal vez, por qué sobrevivió a los peligros de la historia soviética. Pues la supervivencia durante los pavorosos años del estalinismo es tal vez el rasgo más característico de este hombre, cuyas memorias bien podría haber titulado “Confieso que he (sobre)vivido”.
Después de pasar largos años exiliado en París, al estallar la revolución de 1917, el autor regresa a Rusia y su relato se detiene en el desarrollo y los protagonistas de la hecatombe. En su recorrido por esta época surgen los retratos de políticos y sobre todo artistas, Voloshin, Mandelstam, Maiakovski, Esenin… Tras varios años en la URSS, en 1921 decide y, lo más insólito, consigue abandonar el país para “dedicarse a la literatura” e instalarse en Europa como ciudadano soviético. Si antes de la revolución se había ganado la vida, entre otros oficios conocidos, como corresponsal para algunos periódicos rusos —recogiendo por ejemplo el desarrollo de la Primera Guerra Mundial—, entonces se dedica al periodismo al servicio de los órganos de prensa soviéticos. En estos años, sin abandonar la poesía, se adentra en el terreno de la prosa. Y alcanza un relativo éxito con sus novelas Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos (1921) o La vida agitada de Lásik Reitswantz (1928), tal vez sus mayores logros literarios.
Así pues, ya tenemos las tres vertientes de este hombre orquesta: el político, el escritor y el periodista. El político cercano a los bolcheviques, el poeta lírico y social y el novelista desigual, primero mordaz y vanguardista y finamente instaurador de un peculiar realismo crítico, muy cercano al realismo socialista. Facetas que combina y que no abandonará nunca: se halle en Moscú, en el frente de Gandesa, en Berlín, en Viena o en el París ocupado, seguirá escribiendo poesía, seguirá mandando sus crónicas y seguirá tomando partido, navegando viento a favor con su tiempo y a veces anunciando la llegada de nuevos aires, ya sean de tormenta o de bonanza, como ocurrió con la novela El deshielo, que llegará a dar nombre en la URSS al periodo de relativa tolerancia de los años cincuenta y sesenta.
Contribuyó activamente a la creación de esa actitud romántica y solidaria de los soviéticos hacia el “heroico pueblo español”
Ante el ascenso del fascismo y el triunfo de Hitler, contribuye activamente, impulsado por las autoridades soviéticas, a unir a los antifascistas europeos. Será el alma del Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en el que, junto a Gide, Aragon o Malraux, intervendrán Borís Pasternak e Isaac Bábel (ambos merecen extensos retratos y reflexiones sobre su obra y trágica suerte), y contribuirá activamente a la realización del II Congreso Internacional de Escritores, en Valencia, ya en plena guerra civil española.
Su interés y amor por España, como explica en sus memorias, le viene ya de la primera época parisiense. Es parte de la formación del joven poeta absorber y hacer suyo todo el bagaje poético del pasado y de otras tierras del que la poesía española es una muestra notable.
Después de Francia, España se convirtió en el país más próximo al corazón del periodista, y su pueblo, en un pueblo hermano. Sus crónicas respiran un sentimiento sincero de fraternidad con el pueblo español. Tras un primer viaje por toda España tras la proclamación de la República, durante la Guerra Civil pasará largos periodos en los diversos frentes, hasta el final de la contienda: “Será tu impulso, corazón! / Quemado y rojo Aragón. / Ni un árbol ni un matojo, / rocas tan solo y bochorno. / Lo darías todo por un sorbo! / Balas, polillas diminutas. / Has de correr y conseguir llegar… / Y recordar cómo de niño te llamaba tu mamá. / Las piedras rojas. El humo azul. / Un cañoneo breve; el crepitar / de las ametralladoras, que callan luego. / Fue aquí, guerra, donde te encontré. / Sueño profundo, sopor del mediodía. / Extremo de desesperación es Aragón” (1938).
Es conocida su perspicacia y saber en lo que se refiere a los grandes cataclismos. Tuvo muy clara conciencia del peligro que acechaba a la joven República española y pudo intuir, ante la incredulidad de sus amigos parisienses, la revuelta de los golpistas. (Al igual que en su momento intuyó y anunció la inminente invasión nazi de la URSS, como más tarde, tras la muerte de Stalin, la llegada del “deshielo”).
Las páginas dedicadas a España y a los españoles, independientemente de las diversas lecturas que se puedan hacer hoy, ayudan a recordar incluso a los lectores españoles las raíces y la dimensión de la tragedia española. Junto con Mijaíl Koltsov (político y periodista soviético asesinado por Stalin a quien Iliá Ehrenburg dedica también uno de sus retratos), el autor contribuyó muy activamente a la creación de esta actitud entre romántica y solidaria de los soviéticos hacia el “heroico pueblo español”. Sobre la presencia soviética en la guerra civil española, el autor lógicamente se detiene en la aportación de las Brigadas Internacionales, de los militares y traductores soviéticos, pasando de puntillas en la activa y a veces sangrienta intervención soviética en los asuntos españoles. Por otro lado, hoy es bien sabido que, al igual que las celebraciones con motivo del centenario de la muerte de Pushkin, la lejana y romántica contienda española servía de pantalla para poner en sordina los famosos Procesos de Moscú, juicios que se llevaron por delante en 1937 a lo que quedaba de la oposición a Stalin; entre ellos, al amigo y protector de Ehrenburg, Nikolái Bujarin (a cuyo juicio se vio obligado a asistir).
Para el autor, la contienda española era el preámbulo del gran asalto del fascismo en Europa. Al margen de la poca estima que Ehrenburg sentía por los alemanes desde la Primera Guerra Mundial, el autor de La caída de París sentía con sus vísceras la llegada de la explosión nazi. Y en los momentos de mayor desconcierto moral e ideológico de los gobernantes soviéticos, ante la inesperada invasión de los nazis en 1941, Ehrenburg fue de los primeros, armado de su máquina de escribir, en lanzarse al combate contra el invasor. Las crónicas, artículos y soflamas de Vasili Grossman e Iliá Ehrenburg fueron tal vez los únicos pedazos de papel que no se empleaban para liar los pitillos en el frente. La popularidad de Ehrenburg se extendía por todos los frentes de la Unión Soviética y llegaba hasta las trincheras alemanas. Sus crónicas periodísticas, escritas en los diversos campos de batalla, eran célebres por su carácter incendiario, que tanto daba ánimos a los soldados soviéticos como cubría de odio (y tal vez pavor) al invasor. Ambos escritores contribuyeron a crear el célebre Libro negro, obra que no vería la luz en la URSS hasta la perestroika. Al extermino que los nazis practicaron contra los judíos dedica el autor las páginas más emotivas, junto con las engendradas por la guerra civil española, de este magnífico libro. (Y en la última parte, no publicada en Rusia hasta los noventa, el autor vuelve al tema del antisemitismo y el racismo, esta vez soviético).
Hay varios hechos históricos sobre los que el autor se mueve como quien camina sobre la cuerda floja. Pero el que hace referencia al final de Stalin y de su tiranía merece siquiera un breve comentario. A finales de 1952 se hizo público “el compló de las batas blancas”, según el cual, siguiendo el viejo modelo de las purgas iniciadas por Stalin, algunos médicos —la mayoría de origen judío— se habían propuesto asesinar a la cúpula del partido. Entonces, a algunos prohombres con apellidos judíos se les conminó a firmar una carta en que se venía a decir que, a pesar del merecido castigo que debía caer sobre los culpables y sus inductores, no todos los judíos rusos eran desleales. Pues bien, Ehrenburg fue de los pocos que se negaron a firmar esta carta (a diferencia de Vasili Grossman, que recogerá fielmente este vergonzoso episodio en su novela Vida y destino). Pero no solo hizo esto Ehrenburg, sino que redactó una carta de respuesta a Stalin, el verdadero instigador de la operación, mostrando al gran dictador el carácter contraproducente tanto de la carta que se les proponía firmar como del hecho de que se persiguiera a unos ciudadanos por su origen. Afortunadamente Stalin resolvió con su oscura muerte el previsible final de esta historia… Pero lo que me gustaría subrayar, además de mostrar lo abominable del mundo del estalinismo, es el contraste que se dibuja entre el estilo de una carta, que es un auténtico ejercicio de servilismo, y el hecho fantástico de que su autor, tal vez el único capaz de hacerlo entonces en toda la URSS, muestra valientemente su oposición a la voluntad del tirano, poniendo así su cabeza a merced del hacha… Humillación y valentía.
En cuanto a la calidad literaria del texto español, en primer lugar hemos de subrayar la esforzada labor realizada por la traductora Marta Rebón, que ha logrado transmitir el estilo del autor y proporcionar la información necesaria para situar personajes y hechos que el lector tal vez ignore. Como en el caso de Herzen y tal vez tras los pasos de Chéjov, Ehrenburg sabe fundir en su prosa, a veces irónica y siempre concisa y fluida, la precisión del documento con dosis de medido lirismo, sabe reunir su condición de periodista y testimonio presencial con la de escritor, del artista consciente de la importancia de las palabras, de la textura formal de la narración y de su objetivo.
Una novela suya, ‘El deshielo’, dio nombre en la URSS al periodo de relativa tolerancia de los años cincuenta y sesenta
Sobre los compromisos que el autor contrae con su conciencia y las concesiones que se vio obligado a hacer a su tiempo y sus dueños, además de todo lo que tuvo que dejar en el cajón —que hoy se ha recuperado en esta edición— y, sobre todo, lo que se llevó por delante la autocensura: el doloroso peso de sus raíces judías, el silencio obligado ante la evidente y repetida traición de los ideales socialistas perpetrada por el poder, así como su comportamiento durante la orgía antisemita emprendida por Stalin que solo la muerte de este logró detener, su actividad como mensajero soviético de la paz, mientras la URSS se armaba hasta los dientes, etcétera. Sobre todo ello se podría escribir y discutir interminablemente.
De modo que citemos, a modo de respiro, las palabras del propio autor: “Sesenta y siete años es ya un profundo otoño de la vida, aunque escribo estas líneas en un día de mayo. Ya reverdecen los pobos y bajo mi ventana florecen las nevadillas y el azafrán. Me gusta la primavera, como también me gustaba de niño; de modo que a través de todas mis experiencias no he perdido el más preciado de los dones, el de la esperanza”.
Es cierto, una vez más, que la esperanza es lo último que se pierde. Pero en este caso, este natural sentimiento se torna casi sarcasmo, a tenor de la farsa en que se convirtió su país pocos años después de la muerte de Ehrenburg, un hombre que recorrió su tiempo y su vida entre el temor y la esperanza, con la convicción sincera de que un nuevo mundo esperaba a la humanidad. Y, vistas las cosas como se desenvuelven por nuestras tierras hoy, y ya no hablemos de lo que ocurre por los extremos orientales de Europa, las palabras de Ehrenburg, es cierto que enunciadas en un mundo desconocido para el lector español, suenan casi como el acíbar en la miel de nuestros sueños.
Leyendo este libro, uno no puede dejar de plantearse mil preguntas: sobre nuestro pasado, sobre la vida de estos idealistas —de entre los que hubo víctimas, verdugos, más víctimas, o ambas cosas a la vez y unos pocos afortunados supervivientes—, no puede uno no pararse a pensar en el azar de la historia, que, vaya por Dios, favorece más a los cínicos o sencillamente malvados que a los románticos, cuya única fortuna es tal vez escribir unas memorias y morir a tiempo…
Y uno se pregunta si valen las medias verdades, como las que giran en torno a la guerra civil española, si se puede destacar con gesto compasivo la orientación sexual de un pensador como Gide para descalificarlo políticamente, o subrayar el “infantilismo” de un poeta como Pasternak para, resaltando su condición de genio lírico, descalificar su novela, gestada, con acierto o no, durante largos años. Y sin embargo, las medias verdades de Ehrenburg son más que eso, son la expresión de una época, de unos anhelos y, lo que es peor, de un sueño que se reveló tan sangriento como estéril. En este sentido, a modo de complemento para estas memorias, es decir, para llenar los espacios vacíos que deja Ehrenburg, recomiendo la lectura de la biografía de Joshua Rubenstein Lealtades enmarañadas. Vida y época de Iliá Ehrenburg (Siglo XXI, 2012).
Para acabar, y casi en respuesta al desasosiego que desde la distancia (en el espacio y el tiempo) provoca la lectura de este apasionante libro, citemos las palabras de Nadezhda Mandelstam, la viuda del poeta, que en su segundo libro de memorias escribe: “Entre los escritores soviéticos él fue y siguió siendo un mirlo blanco. Fue con la única persona con la que mantuve relaciones todos aquellos años. Sin poder hacer nada, como todos, sin embargo intentaba hacer algo por la gente. Gente, años, vida es en realidad el único libro que desempeñó un papel positivo en nuestro país. Gracias a este libro, sus lectores, principalmente la pequeña intelligentsia técnica, conocieron decenas de nombres. Al leerlo seguían avanzando más rápido y más lejos, y, con la ingratitud que caracteriza a los humanos, al instante daban la espalda a quien les había abierto los ojos. Pero, de todos modos, una multitud asistió a sus funerales, y yo me fijé en que entre la multitud asomaban los rostros de buenas personas. Era una muchedumbre antifascista, y los soplones, a los que habían mandado en masa a la ceremonia, destacaban mucho entre aquellas caras. Ehrenburg hizo su trabajo, y esta labor fue ardua y desagradecida. Tal vez fue justamente él quien despertó a aquellos que se convertirían en lectores del samizdat”. Es decir, a los primeros brotes de la disidencia soviética, el embrión del movimiento que finalmente minó los cimientos de la URSS.
Por todo ello, a pesar de las medias verdades, de los claroscuros y los sentimientos encontrados, Gente, años, vida se nos antoja una pieza valiosa para entender nuestro sobrecogedor siglo XX.
Gente, años, vida (Memorias 1891-1967). Iliá Ehrenburg. Traducción de Marta Rebón. Acantilado. Barcelona, 2014. 2.060 páginas. 55 euros.
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