Guillermo Llobet, un genio anónimo
Arquitecto, diseñador, fotógrafo y escritor, la quietud no formaba parte de su universo, ni físico ni mental
Conocí a Guillermo Llobet. No recuerdo ni cómo y supongo que es algo que le pasará a muchos de los que le conocieron. Quizá a la entrada o a la salida del Junco, el jazz bar que solía frecuentar. Quizá en una exposición en el centro cultural Matadero. Quizá me lo presentaron en la puerta del Ministerio de Cultura donde acudía siempre con esas carpetas grandes del arquitecto que un día quiso ser —luego ya no—, llenas de proyectos aparentemente imposibles. Estaba ahí, sin más. Y dejaba de estar, también sin más. Ahora se ha ido del todo, sin más. Poniéndonos, como hacía siempre, al borde de todos los abismos que anunciaban sus ojos.
Él. Treinta y tres años de belleza descarada e irresistible sonrisa. Él. Tenía el genio en la mirada. Lo sabía y pronto comenzó a hacer fotografías. Las mascullaba una tras otra, las trataba con mimo o a patadas en el estudio de su amplia casa blanca y después las dejaba, queriendo o sin querer, cuando la imagen era ya un acontecimiento. Un lugar en el que ocurría algo. Extraño como la vida. Hermoso y monstruoso. En cada una de sus instantáneas —ya fueran de transeúntes por las calles o de modelos por las pasarelas— uno podía asomarse a un precipicio. Uno de esos tentadores barrancos que él bordeaba a zancadas, alegre, creando ese elixir que solo producen los artistas: el asombro.
Guillermo era un ser asombroso. También para sí mismo. Capaz de agarrar un taxi con un destino y acabar en otro insospechado, por descubrir. Siempre más rápido que la vida, cuyos caminos se le quedaban cortos. “¿Eso es todo? No puede ser”. Incorregible habitante de los límites, elegante vagabundo de las fronteras.
Arquitecto, diseñador, fotógrafo, escritor, inventor de posibilidades… Un día, al poco de conocernos, me habló de uno de sus trabajos. Estaba fotografiando indigentes. “Amigos” con los que compartía deshoras. Desprejuiciado como solo puede serlo quien ha conocido las angostas y asfixiantes profundidades de la soledad, metía a sus “amigos” por las noches en una cabina de metacrilato que él mismo había diseñado. Y, con nocturnidad y alevosía, en sitios quizá prohibidos, pero con el sobrado permiso que le concedía su propia capacidad, montaba aquellos aquelarres de luces, trípodes, perros, litronas y vinos de cartón. Disparaba de madrugada. Entonces aparecía el cuadro. Un Caravaggio de nuestro tiempo. Esos hombres y esas mujeres renacidos, iluminados, aislados por una belleza sin igual, dignificados hasta lo excelso. Poco tiempo después, allá por el 2009, Los hijos de la calle sería la muestra que inauguraría la nueva sala de exposiciones del Museo del Traje de Madrid. Los reunió a todos en torno a esas imponentes fotografías de dos por dos: altos cargos del Ministerio y de la Administración local, eminencias de la cultura urbana, periodistas, críticos de arte, indigentes de las calles, perros… Aquel día vivimos por un rato en su frontera, donde todo estaba permitido y reinaba la euforia.
No paró. La quietud no formaba parte de su universo, ni físico ni mental. Montó varias veces su colección para la pasarela Gaudí, ganó concursos y becas, inventó —con el bailarín Nacho Duato como modelo— la Stone Jacket (“un abrigo liviano y cómodo para utilizar en las urbes más ajetreadas y, a la vez, prensa útil para resguardarse del clima más austero”), escribió un ensayo (La cara oculta de la piel que habitamos) y otros textos sobrecogedores, como este:
“Subí a casa de Jose, eran las 12.45.
Me esperaba junto a otra silla y toda la verdad en forma de vino sobre la mesa.
Entre ella y nosotros el muro de Juanito.
—Han pasado ya, Jose, 5 años desde que Juanito deseara por primera vez, liberarse de este muro para que el salón se viera más amplio. Ahora vives tú en su antigua casa y el muro sigue en pie.
—Yo lo que creo, Guillermo, es que Juanito se dedicó durante años a construir nuevos muros dentro de este mismo salón, para que tú y yo, y hasta que acabe esta borrachera, dentro de dos días, nos encarguemos de desmontarlos todos.
Como si de hacer un puzle se tratara, pero al revés, y cuando demos con la última pieza debemos aniquilarla, por lo tanto, que nuestros dioses nos pillen confesados.
—No obstante, Jose, como ya hablamos en su día, llega un momento donde necesitas cerrar todas las puertas circundantes a ti, todos tus errores, todos los que cometiste en su día. Estos van quedando detrás de picaportes infranqueables, hasta que llegas a la última puerta, y esa es la tuya, el error más grande eres tú, ¿no?”.
Babelia
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