Los Rolling y los Stones
Miércoles, 26 de marzo. Mi quiosquero habitual me recibe con alborozo: “Diego, ¡que vienen los Rolling!”. Ya, ya: la fecha madrileña estaba anunciada desde el día 1 en la principal página de fans del grupo; la única duda era qué campo de fútbol les acogería.
“Pero... ¡es el Santiago Bernabeu!”, insiste. Como futbolero, atribuye importancia mítica al recinto, adivina una combinación única de potencias. Yo tengo mis reservas. Evoco el lujo de disfrutar de Frank Sinatra en un Bernabeu semivacío. Pero también conservo el muy real temor a morir aplastado, tras el concierto de U2 (1987), que sufrió un brutal overbooking: se vendieron miles de entradas extra y, saben, esos millones no viajaron a Dublín.
Nada que deba sorprendernos: con las implacables condiciones (digamos, el 95% de los beneficios) de las superestrellas, muchos pillos justifican moralmente sus trapacerías. Para el show del 25 de junio, están aflorando miles de boletos en Internet. Ya saben, “vendo un bolígrafo y regalo una entrada para los Rolling”. Tan enorme es la oferta que un Saviano descubriría allí la pezuña del crimen organizado.
Al ser subvencionados los conciertos, se regalaban discretamente las entradas no vendidas
Qué paradoja. En anteriores visitas de los Stones, sobre todo en localidades costeras, no abundó el sold out. Como se trataba de conciertos subvencionados —¡Años de vacas gordas!— al final se distribuían discretamente tacos de entradas, para que las generosas instituciones no quedaran en ridículo. Pude contemplar a los Stones en Málaga, en 1998, entre funcionarios que —por lo que oía— jamás habían acudido a un concierto masivo; no estaba la enfurruñada alcaldesa, Celia Villalobos, indignada ante la ofensa de que los Rolling no aceptaran hacerse “la foto”.
Cuando compartí, vía redes sociales, los datos del próximo concierto del Bernabeu, la reacción general fue negativa, santa indignación ante los precios. Sólo un empresario habituado a tratar con el público, Lorenzo Rodríguez, veterano de la sala Rock-Ola, acertó: “las entradas se agotarán el mismo día que se pongan a la venta”.
¡Una combinación perfecta! El drama de un suicidio, la incertidumbre generada por las cancelaciones, la eterna cantinela del “podría ser la última vez”, un solo concierto por país europeo, la misma ansiedad generada por la torpe venta.
La presente crisis ha tocado pero no hundido a las principales flotillas de candidatos a ver a los Rolling Stones. Los fans se lo plantean como cuestión de honor; están los jóvenes, que consideran el concierto de los Rolling como una ceremonia de iniciación. Y no olvido el contingente de pijos, que se apuntan a cualquier concentración exclusiva.
¿Sociedad del espectáculo? Vivimos en la sociedad de la participación. Da lo mismo que los Stones lleven años reducidos a un espectáculo de son et lumière, que escenifica su lejana leyenda. Urge decir: “yo estuve en el Bernabeu”. Aunque no es imprescindible la experiencia presencial: saldrá el video de la gira, conteniendo todo lo que allí no se podrá ver o escuchar. Recuerden: en el Woodstock de 1969, hubo un máximo de 400.000 asistentes. Unos años después, una encuesta descubría que varios millones de estadounidenses aseguraban haber estado allí, pisando barro.
Así que mejor no discutir. Tranquilizo al quiosquero: “¿Los Stones en el Bernabeu? Histórico, no me lo voy a perder”. El buen hombre cree que los periodistas vamos al palco de autoridades y me pide que le consiga un autógrafo de Cristiano. “Eso está hecho”.
Babelia
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