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CRÍTICA | LOHENGRIN

La ópera después de...

El gran triunfador de la noche en el Teatro Real fue el director de orquesta

Foto: reuters_live | Vídeo: EL PAÍS LIVE

La atmósfera que se respiraba en los pasillos del teatro Real en la primera representación de Lohengrin se podría definir, imitando la denominación de un popular programa deportivo, como “El día después”. Se hablaba de Mortier, a cuya memoria están dedicadas estas funciones, y eran bastantes los que estampaban su firma en un par de libros de condolencia que el Real había puesto en una mesa del vestíbulo principal. La cultura necrológica en nuestro país es un fenómeno sociológico digno de estudio. Después de la muerte se santifica de inmediato hasta a los enemigos más recalcitrantes. Ahí está el caso de numerosos personajes públicos elogiando al infinito hoy con singular hipocresía lo que ayer era motivo de desconsideración. La conversión “mortierista” que ahora reina en gran parte del público operófilo madrileño no creo que le hubiese sorprendido al exdirector artístico del Real. Algo similar le ocurrió tras su marcha del Festival de Salzburgo o de la Ópera de París. Pero, qué quieren que les diga, cuando ayer se percibía que del clima de apoteosis se beneficiaba hasta el mismísimo equipo escénico, no le queda a uno más remedio que hacerse unas cuantas preguntas sobre la fragilidad de la condición humana en lo que se refiere a la fidelidad de los sentimientos. El pesimismo que late en Lohengrin, en la corroboración de la felicidad perdida como tema principal, viene como anillo al dedo para reflexionar sobre la vida y sus circunstancias. Sobre todo, si para esa reflexión se tiene de fondo una música tan maravillosa como la de Wagner en la última ópera de su trilogía romántica juvenil.

Lohengrin es una ópera que ha inspirado montajes muy rompedores e imaginativos en los últimos años. En el Liceo de Barcelona, por ejemplo, se pudo ver el de Peter Konwitschny, en coproducción con la Ópera de Hamburgo, que llevaba la acción a una escuela infantil alemana de 1865, en una estética que por momentos recordaba la del gran Tadeusz Kantor en alguno de sus espectáculos teatrales más emblemáticos. Otra muestra significativa es la del último Lohengrin del Festival de Bayreuth, Hans Neuenfels optaba por un tratamiento alegórico del cuento y la leyenda, representando a veces como ratas a los colectivos humanos, en un ejercicio tan irónico como demoledor que en el fondo reflejaba la incapacidad del ser humano para conseguir un mundo mejor o, al menos, más idealista. El punto de partida de Lukas Hemleb y Alexander Polzin para la puesta en escena del Real es prioritariamente plástico y tiene, por encima de otras consideraciones, valores escultóricos o espaciales para crear una atmósfera donde desarrollar en primer plano la historia. No molesta. Es más, es una estética atractiva, reforzada poéticamente por la iluminación. El cisne no figura como símbolo figurativo y se reemplaza por la luz en una aproximación más conceptual. El suelo “adoquinado” no facilita el movimiento natural de los cantantes y algunos como Catherine Naglestad se las ven y se las desean para mantener el tipo. Pero lo que se cuenta llega a la sala con facilidad, y eso es importante. No es que estemos ante una estética para el recuerdo, pero al menos teatralmente lo fundamental funciona.

LOHENGRIN

De Wagner. In memoriam Gerard Mortier. Director musical: Hartmut Haenchen. Director de escena: Lukas Hemleb. Escenografía: Alexander Polzin. Con Christopher Ventris, Catherine Naglestad, Deborah Polaski, Thomas Johannes Mayer y Franz Hawlata. Sinfónica de Madrid, Coro Intermezzo. Teatro Real, 3 de abril.

El gran triunfador de la noche fue, desde mi punto de vista, el director de orquesta. O la orquesta en su totalidad, si se prefiere. Tras un comienzo algo titubeante, Haenchen cogió el pulsó a la situación y planteó una versión muy coherente, con sentido dramático y riqueza tímbrica. Al comparecer después del segundo intervalo fue aclamado con “bravos”, algo insólito en las funciones de estreno en el Real. A un nivel más plano el sobrevalorado coro del Real. El exceso de volumen dejó en segundo plano la matización, sobre todo en los pasajes más heroicos. No se puede decir que no canten y actúen bien, pero la ópera no es únicamente exhibición de poderío. En ese sentido, llamémosle sutil, las mujeres estuvieron más en su sitio. El reparto vocal fue bastante homogéneo con un cuarteto de cantantes equilibrado. Las aportaciones de Ventris, Naglestad, Polaski y Mayer, contribuyeron, con sus más y sus menos, a dar empaque a la representación. En el minúsculo programa de mano, para gloria de los diferentes comités de apoyo y patrocinadores, hay en esta ocasión un sugerente texto de Enrique Gavilán, uno de los grandes conocedores y analistas de Wagner en nuestro país. El buen nivel artístico, en líneas generales, de las representaciones de Lohengrin facilita además el rápido olvido del precipitado y paupérrimo “homenaje” a Mortier el pasado miércoles en el Real. Como mínimo, podían haber hecho algo más imaginativo, más a la altura intelectual y artística de la persona recordada.

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